11 enero 2012

El síndrome de Charlottesville




El 22 de octubre de 1931, William Faulkner salió para Charlottesville. Tenía que participar en algo así como una mesa redonda, un congreso de escritores sudistas en la universidad de Virginia. La suntuosa universidad neoclásica, los hermosos pabellones rodeados de hermosos árboles, los mármoles, los capiteles corintios y las rotondas perfectas del arquitecto Jefferson lo sumieron en el terror; los escritores sudistas lo sumieron en el terror porque eran sudistas; los escasos invitados yanquis lo sumieron en el terror porque eran yanquis; su amigo Sherwood Anderson, que también estaba allí, lo sumió en el terror porque era amigo suyo; su propia incompetencia lo sumió en el terror. Contó más adelante que se sintió como el perro de una casa de labor ovillado debajo de la carreta de su amo mientras espera que éste acabe de comprar en la abacería del pueblo. La carreta fue el bourbon. Ya estaba borracho desde que cruzó el pórtico de mármol. "Le pedía de beber a todo el mundo", escribe Sherwood Anderson; "si no le daban nada, bebía de lo que llevaba él". Así es como se fabrican las mitologías, con ese breve gesto tan conformista, un tanto apocado, o valiente dentro de la hipérbole, de sacar en las ocasiones peligrosas la petaca de bourbon y echar un trago: lo das todo, los pórticos de mármol, a los sudistas, la antigua Virginia, a los negreros, el tabaco rubio, al farmer y su perro, al farmer y al perro que llevas dentro. El perro que el farmer mima y venera en sí como un rey. El perro que asesina como un rey. Todo eso es el síndrome de Charlottesville.


Los cuerpos del rey, Pierre Michon


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