[Fragmento]
Decidme quién inventó el corazón humano
y yo os diré dónde lo ahorcaron.
Lawrence Durrell
No tienes por qué temer al artefacto, dijo padre. El artefacto no muerde. El artefacto no es maléfico, el artefacto es un instrumento que nos cambiará la vida tal y como nos cambia la vida el guiso de tu madre cada día, dijo padre con pose de «Estoy sentado frente al ordenador, soy importante». Padre no sabía, en ese momento, en ese tiempo -un verano de canícula después de un viaje familiar a la isla de Fuerteventura- que iba a ser abandonado por madre en breve y, en consecuencia, que iba a ser abandonado también por la posibilidad de volver a comer el guiso de madre cada día, abandonado por la posibilidad de hacer el amor una vez más con madre, «Dime guarradas al oído, así, bajito bajito», de viajar con ella a alguna parte en algún momento, al supermercado, al párking, al dormitorio postrero que habían edificado en la alcoba, o bien por las laderas floridas de ginesta de la calle Verdi cogidos de la mano como dos viejos seniles con el cerebro aguado.
Puede considerarse, según cómo se mire, al artefacto como una metáfora de la vida, de la misma manera que cualquier cosa puede considerarse como una metáfora de la vida; la persiana que sube y baja, el vaso de agua que se engulle y se lame, o bien el tradicional cigarrillo, mira cómo me fumo la vida, doctor hijo de puta, ante el incendio sorpresivo que estalla en mí cuando descubro que he perdido tres centímetros de altura.
Al encenderse, el artefacto emitía sonidos confusos, graznidos diversos y atonales. ¿Y esto por qué lo hace?, le preguntaba a padre, que estaba sentado con su pose de «Soy licenciado en química, me manejo en el mundo de los metales pesados».
Esto es la conexión a la red, anunciaba él tras estirar el brazo hacia el techo con el dedo índice extendido, de acuerdo con la idea de que la red estaba allí, en todas partes, en torno a nosotros.
Cuando los sonidos cesaban, estábamos dentro de la red, en el techo, por lo tanto, por las paredes y en el aire; la espalda de padre se tensaba y se curvaba hacia la pantalla y qué movimientos frenéticos de la mano sobre el mouse entonces, qué avidez prehistórica en la mirada depravada de padre que emulsionaba baba mientras las páginas, los datos, las noticias se sucedían en ventanas y directorios y a través de imágenes pixeladas, en medio del calor de la pisada de los bisontes que avanzan en estampida. Basta. Tal vez sea conveniente hablar de este asunto en términos estrictamente prosaicos, en plan binario, y sin embargo cliqueaba con sutileza y deslizaba la rueda del mouse a la manera de los viejos mayordomos que transportan con parsimonia el correo postal de la mañana.
Por mi parte, de los ordenadores me interesaban tan sólo los videojuegos. Era un aficionado a los simuladores de construcción. Sim City, diseña tu propia ciudad, recauda impuestos, eleva falsamente el valor de la vivienda, anuncia la quiebra de las arcas públicas y huye, reinicia la partida antes de que la policía te capture. Los juegos de acción o disparos me parecían simples y vulgares. Esa clase de conflictos bélicos en que se prodigaban los presenciaba cada día de forma más sutil y elegante en la relación entre padre y madre.
Pero fue en esa época -madre ya había anunciado que se divorciaba- cuando me hablaron de un juego diseñado para ser jugado exclusivamente por Internet, un juego de rol llamado La prisión. Un juego por el que me interesé mucho debido a que varios compañeros de clase jugaban con él y se encontraban cada noche en Internet sin que yo pudiera hacer nada para adherirme a la causa o para evitarlo, marginado en la tosca geometría que entonces representaba mi habitación, envuelto por las paredes inertes de mi habitación por las que supuestamente, de acuerdo con mi padre, flotaba la Red y, lógicamente, flotaban mis amigos y flotaban sus conversaciones que no podía escuchar por mucho que crispara las orejas en la oscuridad.
La liberación, o tal vez la apostasía de mi madre, ocurrió en esa época en el cenador del jardín -ambiguas noches de otoño que obligan a vestirse y desvestirse una y otra vez, calor, frío, calor- a la luz de unas velas que mi padre había colocado con la firme intención de mostrarle de la manera más romántica, «Voy a tocarte unos acordes de rodillas», su última composición de guitarra. Sonaron lánguidos esos acordes arrodillados a través de los pinos y los olivos del jardín. Recuerdo cómo los observé a ambos desde la ventana de casa, cómo, desde esa misma ventana, vi de pronto la cabeza de padre caer hacia el suelo en forma de desmayo y la sombra de madre que colocaba la mano en la espalda; unas palmaditas en la espalda, una forma de despedida táctil en la espalda, desde la ventana, y cómo apareció la figura de madre de pie atravesando el jardín, jugando con la bolsa de pan Bimbo que oscilaba en la mano derecha, y ahora a cámara lenta: el cabello largo y sus tirabuzones, las nalgas aún prietas al caminar, y al fondo la tosca figura de padre echado en el suelo sobre las rodillas, como un caparazón de tortuga anciana y derrotada.
Abandonado por madre, ahora solo, padre llevó a cabo diversos movimientos para ganarse mi corazón, un corazón que, por otra parte, podría decirse carecía de las cualidades emocionales de un corazón. Yo aún no había saboreado los anhelos del amor y podía pasar, sin problemas, la tarde entera resolviendo problemas de matemáticas o traduciendo oscuros pasajes Julio César para la escuela. No sentía ansiedad por el tiempo que pasa o por las piernas torneadas de las doncellas que pasan. No sentía la angustia de la pérdida y la muerte y el luto consecuente. Pero en esas tardes de estudio sí sentía de manera rutinaria el turbio aliento de padre en la nuca mientras traducía oscuros pasajes de Julio César; sentía, sin duda, la sombra de la cabeza de padre que se deslizaba por la mesa a mis espaldas mientras resolvía problemas de matemáticas. «¿Me acompañas a comprar salchichón». Los pretextos que esgrimía para pasar tiempo conmigo solían tener algo que ver con compras alimentarias o con cuestiones domésticas. «¿No te parece que la casa aún huele a tu madre? ¡Salgamos a por ambientador!».
Feliz de que vuelvas a este blog que siempre ha sido mi favorito. Muy inspirador.
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