14 enero 2010

Frente al pelotón de fusilamiento

Mucho tiempo después, frente al pelotón de fusilamiento, Benigno habría de recordar el día en que su novia lo llevó a conocer la discoteca. Ella había sido alucinante y caprichosa, todos en algún momento habríamos muerto por ella. Pero al final la mataron las bombas, como a los demás. Nos quedamos solos y ya sólo la pudimos recordar con falda, simétrica, como si en su cara siempre hubiera sido verano.
- El prisionero puede decir sus últimas palabras -dijo el comandante enemigo.
- Señores fusileros -empezó Benigno-. Ustedes deben saber que yo viví muchos años en Salamanca. Viví en diversas casas y con diversas personas. En todos esos años estudié mucho y...
- ¡Mentira! -gritó una voz en el aire. ¿Quién había hablado, sino el viento?
- Es cierto, no estudié mucho, pero escribí mucho. He tratado de dejar versos inmortales. De momento el mundo se ha acabado y ellos han sobrevivido al fin del mundo. De momento, me sobrevivirán a mí también, si es cierto que me vais a fusilar. ¿A qué país pertenecéis, soldados?
- ¡Somos brasileños! -gritó el comandante.
- ¿Y qué hacéis en España queriendo matarme?
- ¡Acaba tu discurso que queremos matarte ya!
- Como iba diciendo, viví muchos años en Salamanca. Siempre tuve veintitrés años y me gustaban los macarrones. A veces miraba pensativo por la ventana y me interrogaba acerca del horizonte, de las dudosas nubes, y pensaba que...
- ¡Al grano!
- Vale. Lo único que pido es morir humorísticamente. Y que luego mis amigos me entierren con los demás en Montserrat. Que mis huesos compartan la tierra y el dolor de los huesos que quise. Mi pequeño amor -dijo en un alarido que quedó suspendido en el aire-. Voy hacia ti -terminó en susurro.
Dispararon. Su cuerpo cayó sin dejar de sonreír. Para qué morir serios si ya habíamos visto los hongos nucleares, si la radiación abrumadora nos estaba matando de cáncer, si desde lejos todas las ciudades eran cadáveres, modas detenidas para siempre -con la muerte del capitalismo la última moda quedó eterna, inmutable; por aquel entonces pantalones de campana, otra vez, y jerseys de cuello alto y cuerpos depilados-. ¿Para qué morir serios si ya no quedaba nada vivo por lo que llorar? ¿Si el color blanco había desaparecido del mundo? Incluso la leche de los desayunos, que durante toda nuestra vida nos supo a principio de algo, ahora hedía, apestaba a final de todo.
Por la noche recogimos su cadáver y lo llevamos a nuestra base, en Montserrat. Lo enterramos junto a los demás. No hubo ceremonia sencillamente porque aún no habíamos decidido qué religión y qué dioses adoptar.


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