Joseph Conrad es un autor que me interesa bastante por dos cuestiones. La primera y la más próxima es que se trata de un marrano como yo. Es decir, no escribe en su lengua materna, el polaco, sino en inglés. Yo soy catalán y no escribo en catalán. Tanto en el caso de Conrad como en el mío, se trata de una elección deliberada que no tiene sentido justificar. Sin embargo, a él le causó muchos problemas. En su momento los críticos lo vapulearon y su obra no fue elevada a la categoría que tiene ahora hasta mucho tiempo después. Un ejemplo de esto son las palabras que el crítico Robert Lynd le dedicó en su momento (1908):
Un escritor que deja de ver el mundo a través del cristal de su propia lengua -dado que es la lengua la que colorea el pensamiento- tiene todas las de perder en su concentración y su intensidad de visión, sin las cuales es imposible escribir gran literatura... Conrad, hombre sin patria ni lengua propias, bien puede haberse descubierto un nuevo patriotismo en el mar. Su visión de los hombres, sin embargo, es la visión de una persona cosmopolita, desheredada, sin hogar.
Robert Lynd es tonto, eso está claro. Pero en su fragmento aparece la segunda característica que quiero destacar. Jopseph Conrad empezó a escribir literatura tarde. Antes pasó 24 años en el mar, realizando carrera como marinero. Una carrera, por cierto, brillante: llegó a conseguir el título de patrón de barco en 1886. El Adowa fue el último navío en el que sirvió. Se trataba de un vapor, aunque siempre había preferido los veleros. Luego se dedicó íntegramente a escribir y dejó el mar por la tierra, y la tierra misma por la escritura. Hoy transcribiré dos fragmentos de su crónica personal que interesarán especialmente a aquellos que se consideren escritores o que pretendan serlo. El primero habla sobre la redacción de su primera novela: La locura de Almayer. Empezó a escribir el manuscrito aún trabajando en el mar y tardó varios años en terminarlo. Viajó con él por todas partes y lo estuvo a punto de perder en, al menos, dos ocasiones, una de ellas en el río Congo (el famoso río en el que está ambientada su obra maestra: El corazón de las tinieblas). Es una obra primeriza que habla de un personaje real, el gobernador Almayer, un tipo curioso que estaba al cargo de una colonia británica en las costas de Borneo. Aquí el fragmento sobre la escritura de la novela, su primera obra:
Hasta el momento en que empecé a redactar esa novela no había escrito yo más que cartas, y no muchas por cierto. Jamás había tomado a la letra una determinada impresión, una anécdota. La concepción de un libro planeado al detalle era algo completamente ajeno a mis posibilidades mentales en el momento en que me senté a escribir; la ambición de convertirme en autor jamás había salido a colación entre las graciosas existencias imaginarias que a veces uno se crea con agrado, sobre todo en esos momentos de calma y de inmovilidad que favorecen la ensoñación: sin embargo, está claro como la luz del sol que desde el momento en que empecé a ennegrecer la primera página del manuscrito de La locura de Almayer (página que contendría unas doscientas palabras, la misma proporción de palabras por página que ha seguido conmigo a lo largo de los quince años que llevo dedicado a la vida de la escritura), desde el momento mismo en que, con la simpleza propia de mi corazón y la pasmosa ignorancia de mi mente, escribí aquella página, la suerte estuvo echada. Jamás vadeo nadie el Rubicón tan a ciegas como yo, sin invocar a los dioses, sin temor a los hombres.
El segundo fragmento que he escogido habla también del proceso creativo de una de sus novelas, en este caso Nostromo, que la crítica definió con dos adjetivos claros: una obra asombrosa y un estrepitoso fracaso. Así describe Conrad la dificultad de escribir esa novela -y todas las demás-:
Lo único que sé es que a lo largo de veinte meses, rechazando las comunes alegrías que nos da la tierra incluso a los más humildes mortales, al igual que el profeta de antaño, "había luchado a brazo partido con el señor" (Jacob) en aras de mi creación, de los entrantes y salientes de la costa, de las nieblas del golfo Plácido, de la luz que destella sobre la nieve, de las nubes del cielo y del aliento de la vida que era menester insuflar en hombres y mujeres por igual, latinos y sajones, judíos y gentiles. Puede que éstas resulten palabras fuertes en exceso, pero de otra manera sería muy difícil caracterizar la intimidad y la dura pugna de un esfuerzo creativo en el que la mente, la conciencia y la voluntad han de empeñarse a fondo, hora tras hora, día tras día, apartadas del mundo y con absoluta y rigurosa exclusión de todo aquello que hace la vida algo adorable y placentero, algo cuyo único paralelismo material solamente puede encontrarse en el eterno y sombrío esfuerzo que entraña el paso en invierno y con rumbo oeste del Cabo de Hornos. Y es que también ése es un combate que sostienen los hombres contra el poder de su Creador, aislados por completo del mundo, sin la amenidad y los consuelos que nos da la vida, sumidos, en fin, en una lucha solitaria y librada con la convicción de la propia pequeñez, no por ninguna recompensa que pudiera resultar adecuada, sino por la mera hazaña que supone ganar una determinada longitud.
Crónica personal, Joseph Conrad
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