18 octubre 2008

High Winds II

[Fragmento]



La veía desde el parque. La casa, quiero decir. Allí vivía Julia con su padre. Enrique había salido y ella estaba sola, supuestamente. Me sentía ultrajado por lo ocurrido con el asunto de la tortilla. Rabioso. Estaba en juego mi publicación. Julia no era una chica fácil. Era hermosa. Demasiado. Me gustaba, y después del asunto de la tortilla, aún más. Quería amar, pero era imposible. Un hombre como yo, tan irresponsable. Recuerdo una historia que contaba el poeta Heine en sus Cuadros de viaje. Entonces él era joven y aventurero. Paseaba por un pueblo llamado Harz, Suiza o Alemania, no lo recuerdo. El caso es que paseaba y en una de las calles vio a una muchacha asomada a un balcón. Ella lo miraba. Se cruzaron las miradas y es posible que se enamoraran al instante. Pero Heine pasó de largo. Más tarde, arrepentido, volvió atrás en busca de la chica y encontró el balcón vacío, y en lugar de la chica había una flor en una maceta. Entonces Heine subió por las tuberías hasta el balcón y cogió la flor y volvió a marcharse. Pero en el caminó una vez más se sintió arrepentido. Decidió volver atrás para devolver la flor. En cierto modo, la había robado. Al regresar se encontró con la chica, en el portal. Al verla, se acercó a ella, decidido, y le dijo: Me gustan las flores y los besos, y lo que no me dan lo robo por mi cuenta.
Venga, vamos a por Julia otra vez, pensé resuelto en un banco del parque. Atravesé la espesura verde y llegué a la portería, la puerta del condominio. La ventana de Julia estaba en el segundo piso; la luz estaba encendida. Brillaba de manera atonal el televisor. El color de las paredes cambiaba a cada instante. Estamos locos. Locos, si somos nosotros quienes inventamos ese aparato. En la portería un cartel ponía: Baja del portero por infarto. Curioso. Morirse de infarto allí, sentado mientras la gente pasa y el mundo se enciende y apaga; fregando, barriendo, cerrando las puertas con llave. Es importante tener las llaves. No puede haber otra cosa más tediosa que ser portero de una casa; e irse apagando mientras el mundo pasa, como las estaciones que se encierran tranquilamente en el marchitarse de las flores y en el vuelo bajo de los insectos, en su lentitud atontada, suicida.
No conseguí entrar en la portería. Estaba cerrada. Llamé a un interfono al azar. ¿Sí?, dijo una voz de anciana. Correo comercial, dije.
¡Mentira!, gritó la anciana y la voz se saturó a través del interfono como el ladrido de un perro. Salí a la acera y miré la habitación de Julia, de cuya ventana salía la luz y su Ser, único y unificado, sujeto y objeto a la vez; la podía intuir, a ella, moviéndose, bailando junto a televisor, y podía imaginar cómo su cara se iluminaba y cambiaba de color con cada fotograma.
¡La poesía! No hay que ocultarlo. Hay que cantarlo por las calles. ¡Soy poeta! ¡Lo soy!
Tú no tienes futuro.
Pero Enrique Bauer prometió publicarme en la editorial Archimboldi, y despegar como un enorme transbordador espacial, despegar con oxígeno para los próximos mil millones de años, es decir, la eternidad.
Julia, voy a por ti, pensé. En honor a Heine, a toda mi futura progenie, a los discos de los Beatles y al difunto portero por infarto: No fui hasta la puerta cerrada, no, sino hacia la tubería que subía por la pared del edificio y que, seguramente, distribuía hacia las alcantarillas toda la mierda, defecaciones y meados de los inquilinos del edificio. Me sujeté a la tubería y miré hacia arriba. En honor a Heine, que escaló para llegar al balcón de su amada. Me disponía a imitarlo. Pero, ¿era posible? Mientras la mierda bajaba por la tubería y la hacía temblar acuáticamente, yo subía, yo subía hacia el futuro, concretado en la figura de Julia en camisón o desnuda, pero pronto mía; y a la mierda Guillermo Guevara. Sin embargo, pensándolo bien, si entonces subía contra la corriente de la tubería, en algún momento tendría que volver a bajar; y eso, necesariamente, ocurriría junto con la corriente, en ese caso, de defecaciones y meados cósmicos. No me gustaban las implicaciones filosóficas del asunto. Pero subí, agarrado a la tubería y a los pocos salientes que me ofrecía la pared de ladrillos.
¡Julia! Sentí de pronto que la adoraba y deseaba, precisamente por su frialdad y su dureza, precisamente por eso, la deseaba como al tercer volumen de Historia general de los Ovnis –escrito por un tal Ceslaw Jelinek-; tú, Julia, tan extraña y desconocida, con tus ojos bizcos cuando te distraes y no enfocas. La tubería parecía poco segura. Los tornillos estaban mal colocados o directamente habían desaparecido. Mis ojos se toparon de pronto con una inscripción, a unos cinco metros de altura: El Chole estubo akí. Así que no fui el primero en subir por la tubería. Nunca hay una primera vez para las cosas, supuse. El Everest fue escalado al principio de los eones, cuando aún no era una montaña y sí una pequeña llanura pastoril, arcádica, aburrida. La mierda descendía continuamente. Todo el mundo parecía estar cagando y meando y vomitando a esa hora, las diez de la noche, la hora principal de ir al baño y abandonarse al placer de los efluvios fortuitos que bailan en el estómago y hacen esas cosquillas especiales, como el frotar de un perro contra la alfombra, y que a veces los imbéciles confunden con el amor.
Alcancé el segundo piso. Me sujeté en el alfeizar del balcón. Era imprescindible ser discreto, sigiloso, que ella no me viera de golpe: podría darle un infarto. Pensé en peinarme, acicalarme un poco antes de aparecer por la ventana. Saqué un peine y me arreglé a tientas. Pero quizá a Julia le gustara el salvajismo, así que decidí volver a despeinarme. Sí, mejor, aparecer por la ventana como un joven aventurero, un Indiana Jones recién regresado a la ciudad de la selva oscura del centro de África, veraniego y fresco con los pelos alborotados; un joven Indiana que pasaba por allí con su látigo, como quien no quiere la cosa, colgado de las ventanas, por decirlo así, y que de golpe se encuentra con su amada. (¿O el que hacía eso era Spiderman?).
Me asomé ligeramente para ver qué pasaba en el interior de la casa. Primero surgió mi pelo, después mis ojos poco a poco empezaron a ver el cielorraso del salón, la lámpara colgada, un retrato de una campesina junto a un montón de trigo. Mis ojos subían y cuando conseguí ver toda la habitación observé con ligera y feliz preocupación, que Julia yacía prácticamente desnuda bajo el cuerpo de Guillermo Guevara, en medio del salón. Follaban.
Los observé desde el alfeizar del balcón. Guillermo levantó la cabeza y me miró, sin detenerse.
¡Me estaba mirando directamente a los ojos!
No. Imposible. Se estaba mirando a sí mismo: la luz de la lámpara del salón creaba el efecto de espejo contra el cristal de la puerta del balcón. Hice una mueca por si acaso. No me veía. Siguió haciendo el amor. Saqué la lengua, hice gestos obscenos. No me veía. Guillermo se contemplaba a sí mismo en el espejo y Julia se divertía.
Bueno, pensé, resignándome, ya que he subido por la tubería hasta allí arriba, mejor me quedo a mirar qué pasa. Bostecé. Sin embargo el cuerpo de Julia era puro esplendor. Follaban con fuerza, acompasadamente como una composición ambiental de Erik Satie.
La cara seria de Guillermo mirándose en el espejo era sobrecogedora. Parecía no estar disfrutando. Sus ojos vidriosos me rodeaban, penetraban en mí, me acusaban. De golpe una voz llegó desde el parque.
¡Max!
¿?
¡Max! ¿Eres tú?
Me giré y junto a la puerta del condominio estaba Enrique Bauer. Le hice una seña. No entres, quise decirle, está Guillermo haciendo el amor con tu hija. No entres, quise decirle, gritarle. Pero no lo hice. Enrique introdujo la llave.
Subía.


Manic Street Preachers - The Everlasting

2 comentarios:

  1. Victor, virulento y vilipendiado por la vísceras vinícolas de tu vivienda vivida y visitada.¿Has podido alcanzar un acuerdo basado entre lo que uno escribe y entre lo que uno siente? Depuración y no tanta pasión. El Señor de los Vasos te saluda.

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  2. jajaja espero que nunca te veas en una de esas.

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