01 noviembre 2008

El ruido y la furia

[Fragmento HA 3,14]


Esa noche le di a la botella. Julia se había quedado dormida en el sofá y yo había estado mirándola el rato suficiente como para no llenar mi cabeza de locuras y deseos, de dioses y arcángeles, tronos, abominaciones; así que me fui al estudio decidido a trabajar. Tal vez escribir una nueva novela.
Lo primero fue coger una hoja en blanco. Luego me senté en la silla dispuesto a empezar. Me detuve: la silla no estaba lo suficientemente alta. Cogí mi pluma marrón. No, mejor la verde. Me levanté y me serví algo para ponerme a tono y relajar los músculos: ginebra. Volví a sentarme.
Dedicatoria: A mi hija.
Lo taché.
A Julia de Praga. Eso sonaba mejor. Me recliné en la silla rotatoria, satisfecho. Ahora era cuestión de pensar un buen comienzo para la novela. ¡Y un título! Me picaba la barba.
Apunte mental: pedir hora para el barbero.
¡Manos a la obra!
Un comienzo para la novela, como decía. Bebí un buen trago que me atravesó el esófago. Pero hubo un ruido. Me giré de golpe. Las cucarachas merodeaban por las tuberías. Habían entrado en el estudio. Eran esa clase de cucarachas marrones que saltan sobre ti y se sujetan a tu piel como ahorcadas y te muerden como locas y siguen vivas eternamente, aunque las aplastes, les llenes el culo de insecticida o las decapites; algo así como los inspectores de hacienda.
Hacía calor. Me quité la americana. ¡A trabajar!
Mis libros estaban bien ordenados en la estantería.
Apunte mental: ordenarlos según fecha de publicación, país y género. Ya no me gusta el orden alfabético.
Me incliné sobre la hoja en blanco y estuve pensando un rato pero no llegó la iluminación, la gema, como se suele decir. Dejé la pluma en la mesa y bostecé. Me sentía cansado. Decidí dejar para otro día la novela. Lo más difícil ya estaba hecho: la dedicatoria. Mientras mi primera y única novela, Los ángulos no nos bastan, siguiera vendiéndose, no habría necesidad de una segunda novela.
Se abrió la puerta.
¿Julia?
Nadie contestó. Me giré con mi silla rotatoria y vi a un individuo joven y desaliñado en el umbral. Un asesino. Esa suposición en realidad no me preocupó mucho, como si la muerte, su proximidad, sólo fuera una trivialidad más.
Bebí un trago.
¿Quién eres?, sal de la penumbra, dije sin temblar.
Pero el hombre no contestó. Se abalanzó sobre mí. Si pensaba tumbarme al suelo, no lo logró. Rodamos sobre mi silla rotatoria, alegremente como dos paralíticos, a través del estudio hasta chocar contra la estantería de los libros. Me cogió por la pechera de la camisa. Le tiré mi ginebra a la cara. Le di un puñetazo. Cayó al suelo. Me incorporé y lo cogí por el cuello.
Guillermo Guevara.
¿Qué coño haces tú aquí?, le grité.
Sangraba por la nariz y la sangre se mezclaba con los restos de ginebra. Podría haberle incendiado la cara si hubiera querido. Me miraba con rabia. No contestaba.
¿Qué haces aquí? ¿Eh? ¿Cómo has entrado?
Le tuve que dar otro puñetazo. Sentía placer al golpearle. Era como si estuviera golpeando a su puñetero padre, a su puñetera biografía y toda esa mierda; era como si estuviera machacando a todos los periodistas que mil veces me habían ridiculizado en público con la misma y eterna pregunta: que si era cierto que Ricardo Iglesias me había dejado fuera de combate en la librería Shakespeare & Co., cuando éramos jóvenes, y se había follado a mi chica. Judy, esa pobre desgraciada neurótica, cuya única obsesión era Pablo Neruda y sus poemas surrealistas. ¡Pues sí!, les gritaba a los periodistas, Ricardo violó a Judy y luego se fue de allí y jamás volví a verlo, les gritaba; pero me vengaré, lo anuncio públicamente, escríbalo en su periódico de mierda, emítalo en su televisión por cable, que lo vean hasta los marcianos.
Le di una patada. ¿Cómo había entrado? ¿Qué tramaba? ¿Él y Max Lechuga y mi hija estaban compinchados? ¿Habían formalizado una relación trigámica? ¿Estaban, como se suele decir, liados? Los pensamientos me asaltaban, víboras latentes y venenos giraban en mi sistema límbico.
¿Es eso?, le grité al oído, ¿Estáis los tres liados? ¿Eh? Tuve que darle otra patada para que reaccionara. Pero lo estaba matando. ¡Contesta canalla!, grité.
¿Qué?, balbuceó el pobre desgraciado tragándose su sangre con ginebra.
Y cuando iba a repetirle la pregunta o a darle otro puñetazo -aún no lo había decidido- se encendió la luz principal de la habitación, se deshizo la penumbra, y vi a Julia en el umbral con la mano en la boca y los ojos muy abiertos, mirándome, y las lágrimas, muñecos rotos, incendios, ¡Sonetos!.
¡Julia!, le dije. Alargué la mano hacia ella. Con la otra mano sujetaba al moribundo: había empezado a sonreír como hacen los juglares. ji ji je je, entre la sangre, escupiendo sangre. Lo dejé caer. Fui hacia Julia, para abrazarla, calmarla, explicarle que un intruso había entrado, que había intentado matarme, clavarme un puñal -por si no me creía-, y que ese intruso, mira tú por donde, era su apestoso novio, Guillermo Guevara.
¿Qué estás haciendo?, dijo, ¿qué coño estás haciendo?, repitió Julia, pero con el añadido del coño.
Iba a tomarla en mis brazos y a proclamar la independencia de nuestros corazones cuando ella se escurrió por debajo, me apartó de su camino y se arrodilló junto a Guillermo. Pero Guillermo la miró y, extrañamente, le escupió en la cara un puñado de sangre y ginebra y dientes; dientes que ya no mordían. Julia tosió y se limpió con la manga de la blusa la mancha de sangre en la cara. Luego se alejó de Guillermo tal y como se había separado de mí, asustada, y se apoyó en una esquina de la habitación, en el suelo, y nos miró a mí y a Guillermo respirando pesadamente, sudados y despeinados, como hienas; algunos libros de las estanterías se habían caído: un ejemplar de las Memorias de José María Aznar estaba en el centro del triángulo que formaban nuestras respectivas posiciones y la cara de la portada, su bigotito, nos sonreía a los tres con malicia. Y fue en ese momento de pausa y suspense geométrico cuando Guillermo aprovechó para embestirme y derribarme. Salió corriendo del estudio.
No dio un portazo al salir de casa.
Julia, dije al incorporarme. Me acerqué a ella, pero ella se cubrió con los brazos y me dijo que me fuera, que la dejara sola, ¡sola!. Pero Julia, dije, dando un paso más (las memorias de Aznar perdieron su función geométrica y de contrapeso gravitatorio; ya no eran nada); ¡Vete de aquí!, gritó, estás loco; y esto último lo dijo también como si fuera la hora de la merienda y estuviera hablando de la lluvia y el frío.
Salí de la habitación y fui al salón. Apagué la luz y pasé a la cocina. Allí, sobre una lista de la compra (huevos, mantequilla, jamón, pasta) se me ocurrió el principio de mi nueva novela (escribir es violencia, es dudar, la vida es vino, cuando la sal ya no sazone, ¿con qué sazonaremos la sal?):
Si alguien me preguntara, un día, gritando, tal vez; si alguien me preguntara: ¿De qué estás hecho? Yo no tendría que pensarlo mucho. Aferrándome a un final de conversación sólo sería un concepto a expresar. No lo pensaría, porque está claro. Yo estoy hecho de culpa.
Después abrí el armario y cogí una galleta. Mientras la masticaba escuché a Julia llorar en mi despacho; y sólo pensé en desnudarla y coger sus pechos entre mis manos y apretarlos muy fuerte, hasta el borde del dolor.


Fantasy Bar - Spiders

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