13 noviembre 2008

Lechuguini Battles the Pink Robots

[Fragmento HA 3c,3]


Qué era ese esperpento, qué era esa secretaria; acaso un ente vegetal, un autómata; exijo pasar de inmediato a las dependencias del señor editor, dije, de pie, frente a su mesa, el puño cerrado. Giró sus ojos hacia arriba, no había nada. ¿Qué?, dijo. Señora subordinada, es mi turno, llevo un buen rato esperando y el señor editor no hace ruido ahí atrás. La puerta cerrada, la cuerda cortada, el pozo abierto; mi juventud que se acababa.
Vuelva a sentarse, me dijo la secretaria, y luego añadió: impertinente.
Yo era joven, pero no tonto, pero poeta triste pero feliz, uno de esos que lo recuerda todo con nostalgia, incluso lo que no tuvo ni vivió; dos noches en el hotel de Pico en el borde de las Azores y unos inspectores que te despiertan y te llevan a la comisaría y te ponen la pistola en la cara; desembucha, pinche cabrón, o te tiramos al mar; recuerdos de camas fru fru de sujetadores y piel bronceada, venga, pequeño ser masturbatorio, cógeme y atrápame; pero no, tu tenías que ser así, tenías que desvanecerte, y sólo sabías hacerlo hacia atrás. Y el tiempo no pasaba, las revistas de la sala de espera no me interesaban; a lo lejos, la secreteria, tecleaba cartas de amor en su máquina y de vez en cuando levantaba la cara y me miraba, como los buitres.
¿Diana?, la voz sonó desde el despacho del editor Archimboldi, que también gozaba del meritorio título de Doctor. La secretaria detuvo su escritura, se irguió y me miró y brillaban sus ojos con plumas doradas en las pupilas, volcanes, majestuosidad en la boca de los dragones. ¿Sí, Doctor Archimboldi?, dijo con su mejor voz.
Que pase el señor Lechuga, dijo el editor, y esta vez fui yo quien se iluminó y se levantó de golpe, cogí mi manuscrito, mi Opera Magna, Opus primero, Sinfonía DKV 240, y caminé hacia la puerta que me iba a conducir a mi futuro editor, compañero de dudas y llantos, de firmas y prólogos, escudero en la cama y distribuidor gratis de tinta azul para máquina de escribir. Atravesé la sala con altanería, arrojé una mirada de suficiencia y heroicidad contenida a la secretaria, mi verduga, uhm, y abrí la puerta.
El Doctor Archimboldi se parecía a Erik Satie; no está mal, esa barba más poblada, esos ojos hundidos y los arrabales de arrugas en el cuello. Se incorporó: Buenas tarde señor Lechuga.
Llámeme Max, dije, y me senté en un sofá. ¿Este es su manuscrito?, dijo Archimboldi. Asentí. Pues muy bien, buenas tardes. Lo guardó en un cajón -¡No en el primer cajón, sino en el cementerio!- y me miró con las manos entrelazadas. Adiós, dijo, por si no había quedado claro.
¿Ya está?, dije yo. ¿Ya está el qué?, dijo Archimboldi. Nuestra reunión, dije. Ya está. ¿Nada más? No. Me levanté. Archimboldi sonreía, cerré la puerta sin hacer ruido. La secretaria no me prestaba atención. Mi primer contacto con el mundo editorial. ¿Dónde estaban las charlas afables con los puros y el humo? ¿El intercambio de impresiones acerca del pesado de Eliot? ¿Dónde? Yo que tenía en mente una historia de mi vida para impresionarle, para que no pensara que yo era un farsante. Una historia de prostíbulos y macarras, como gusta en la Editorial Archimboldi, y en todas las demás editoriales de mierda, de marginales y españoles de pueblo, que os den por culo, pensé, eso fue, eso; pues no. Di media vuelta y la secretaria me miró alertada. A la mierda. Abrí la puerta del despacho del señor Archimboldi e irrumpí en la sala: había cerrado los ojos. Los abrió, regresando del sueño de las explosiones en el fondo, indoloras. Señor Archimboldi: le voy a explicar mi historia, para que se entere usted de quién soy, de quién soy y de cuanto valgo y de que no tiene ningún derecho a guardar mi manuscrito en el tercer cajón, ¡Ninguno! ¿Por qué el tercero y no el segundo; pero aún diría más, por qué el tercero y no el primero? ¡No!, escúcheme ahora, esta es mi historia.[...]


The Avalanches - Frontier Psychiatrist

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