09 marzo 2009

Cha cha chá

[Fragmento HA 4,4]

En el mostrador del hotel había un bolígrafo, un libro de cuentas y otro de visitas. Sobre un tapete estaba el teléfono, no llovía, tenía hambre. Dora, dije, y ella se giró; había engordado. ¿Por qué no te marchas?, le dije. Bajó la cabeza, cogió la fregona y se marchó por una puerta lateral. Una alfombra roja subía por las escaleras. Tin tin hacía la puerta cuando llegaba un cliente. Esa mañana esperaba a los escritores. Tin tin. Mientras tanto leía el periódico. Me puse la mano en el bolsillo y encontré un papel. Lo toqué mientras la otra mano giraba la página del periódico. Se oyó un chasquido y se encendió el extractor de la cocina. Saqué la mano del bolsillo y desdoblé el papel -amarillento: 
No era difícil y tampoco era fácil moverse por esos hoteles con ese sigilo y ese pasar desapercibido tan necesario en los establecimientos de lujo. Todos los ojos se posan sobre ti cuando mueves una pierna o un brazo, el camarero acude creyendo que quieres algo, el botones erige su cuerpo esperando una llamada. Pero cada día las muertas eran más. Cada día en un hotel distinto. Primero en Le Marceau Bastille. No se sabe cómo, pero el recepcionista le dio las llaves de reserva de una habitación a un cliente recién llegado y éste se encontró con un cadáver en la cama, una mujer de unos veinticinco años, delgada, pechos pequeños, piernas bonitas, brazos enmarcados contra la cabeza en el instinto de protegerse; sangre. Cada día las muertas eran más. Como si el asesino las persiguiera, supiera cuándo y cómo y por qué, y qué relación tenían entre ellas. O tal vez no había relación y la muerte era así, un día en la tómbola, el sonido de trompetas cuando has ganado la partida y tienes que morir. 
Tin, tin. Ahí vienen, con libros y plumas bajo los brazos. Entró un tipo acompañado de una mujer de mediana edad. Él guardaba silencio y se mantenía atrás y me miraba fijamente con estupor o con rabia, apretaba su mandíbula. Hola, buenos días, dijo la mujer. Hola. Soy la encargada de los asistentes al congreso de literatura, vengo con Enrique Bauer. Pero Enrique Bauer no hizo gesto alguno de presentación, ni leve inclinación, ni nada. Entró Dora, barría el polvo y movía el culo de derecha a izquierda, así, como bailando cha cha chá. Enrique Bauer giró la cabeza y la miró fijamente también con estupor pero no con rabia, con otra cosa. Firme aquí, por favor, le dije al escritor y le tendí un bolígrafo, pero él se llevó la mano al pecho y sacó su pluma Waterman, así de chulo,  rubricó una firma pretenciosa y volvió a su posición original. 
Llegarán tres escritores más a lo largo del día, dijo la señora. Muy bien -el papel arrugado en mi bolsillo y Dora raspando el suelo y acercándose al mostrador-. ¡Dora! Se giró y detuvo el bailoteo y se quedó expectante. Súbele las maletas al señor escritor. Y dora se inclinó hacia la maleta pero Enrique Bauer le puso la mano encima, quién se había creído ese chuloputas, y le dijo a Dora: no, gracias, puedo yo solo. La señora se giró y le dijo que iba a explicarle los pormenores de su estancia en Portbou pero Enrique puso cara de asco y dijo: ahora no, gracias, y la señora tembló ligeramente y se giró hacia mí con una sonrisa de disculpa y perdón y agonía. 
¿La llave?, dijo Enrique. Ah, sí -maldito bastardo inventor de mentiras-. Habitación 112, vistas a la piscina. Pues muy bien, dijo, y se encaminó hacia la escalera y los tres nos quedamos mirándolo subir y primero desapareció la cabeza luego los hombros, el torso, los pantalones, al final el escritor sólo eran dos zapatos arrastrándose por la moqueta y después nada, ni rastro de sus obras o su literatura. Zas, zas, hacía la escoba sobre la moqueta el culón de Dora asomaba en las esquinas, tin tin.



1 comentario:

  1. Santo cielo! no puedo creer lo que leen mis ojos, es la misma crispación que me recorre las venas.

    ResponderEliminar

ShareThis