Fausto - Orfeo

Mefistófeles le dijo a Fausto que le daría todo, todas las riquezas, la felicidad, que le quitaría el dolor y que en tiempos de duda, no existiría duda alguna. Le prometió las riquezas y los amores,  la definitiva plenitud de cualquier aspiración humana. Pero puso una condición que, de no cumplirla, significaría el fin. En el instante de mayor dicha y belleza Fausto no podría decir en ningún caso: Oh, instante, detente. 

Esa era la única condición. Y Fausto alcanzó ese instante único e irrepetible y pronunció, a pesar de todo, en voz baja: Oh, instante, detente. Eres tan bello. Y Mefistófeles llegó de lejos, se acercó a Fausto instantáneamente y cumpliendo con su palabra se lo arrebató todo.

Recuerdo a Orfeo y Eurídice. No te gires, Orfeo, porque si te giras Eurídice ya no podrá volver al mundo de los mortales. Confía en nosotros, ella te sigue. Él sudaba y ascendía por el hades, él temblaba, no sabía. No sabía si Eurídice lo seguía, no podía saberlo, no sentía siquiera su sustancia corpórea, su aliento o su mera presencia: era una muerta. ¿Por qué habría de girarse? El trato fue ése: confía en nosotros; y sin embargo el mito nos dice que se giró, después de todo, cuando no debía, desconfió y quiso saber si ella seguía allí. Y ella seguía allí. Y entonces, a continuación, Eurídice se diluyó hacia atrás, otra vez hacia la profundidad del Hades, y Orfeo, solo, volvió a la vida, muriendo cada día por el error cometido, por haber desconfiado, por haber perdido.