26 marzo 2009

Vendetta

[Fragmento HA 4,6] (Narrador: Arturo)


Llegará la muerte y tendrá ojos de artista. Y descenderemos al abismo cantando. Cerré el libro. El tren ya se había marchado. No quedaba nadie en la estación. Guillermo no había llegado. Y si había llegado, se escondía. Encendí un cigarrillo. La última vez que le vi se marchaba con la policía hacia un calabozo. Nos separaron, pero entonces yo ya quería separarme de él. Así que eso era lo justo. Que nos separásemos.
Pero presta atención a lo que encuentras y no a lo que buscas: alguien me abrazó por detrás y me giré y era Guillermo, pero con barba y algunas arrugas extrañas en la frente, ojos tristes y voz tan de Bruce Springsteen; que me saludaba, que me preguntaba si ese coche rojo era mío, qué bonito, venga, vamos a Portbou.
Qué es lo que pretendes hacer en Portbou, le pregunté, y girábamos ya hacia arriba, la chicas en top-less se bronceaban en la playa pero no había nadie para acariciarles el pelo. Quiero vengarme, dijo. Tenía sobre el regazo una mochila. Se rascaba la pierna con una mano y ya no sonreía.
Vengarte de quién.
Quiero vengarme de Enrique Bauer, dijo. Por qué, dije. Violó a mi novia. Vaya. Quiero vengarme de Max Lechuga. Por qué. Quiso violar a mi novia. Vaya. Quiero vengarme de mi padre. Por qué. Porque nunca existió y no le puedo perdonar que ahora exista.
(Vaya).
Se hizo un silencio tenso. Sonaban temas veraniegos de fondo. La música se había convertido en una sistemática máquina de adioses porque en verdad ya no éramos amigos, o lo que fuimos se había perdido, o lo que fuimos se deshizo en algún momento y las gaviotas se fueron a dormir.
(La venganza, cuenco de agua vuelto a rellenar, pero con gasolina. Némesis, diosa menor). ¿Y qué piensas hacer para vengarte?, pregunté. Me miró pero no dijo nada. Estaba serio. Bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo. Guillermo, pero ¿para qué?; (in bocca al lupo) y yo seguiría preguntándome para qué, y él se limitaría a preguntarse: y por qué no.
Adelantamos a un camión que transportaba zapatos. La carretera era estrecha, el mar caía a la derecha, rodaba por los acantilados y ya no quedaba playa. El conductor del camión pulsó el claxon y Guillermo hizo un gesto obsceno a través de la ventanilla. En el retrovisor había arbustos y curvas, la ladera, los pinos torcidos por la Tramuntana; y aún así ni rastro de la desolación.
Podo después apareció a lo lejos una figura que caminaba por la cuneta. Cuando nos oyó llegár se giró y levantó el pulgar: auto-stop; pero al girarse vimos su cara y fue fácil reconocerla: era Max Lechuga. Al menos lo que había sido Max Lechuga hasta ese momento (y la venganza se acercaba, hacía acto de presencia).
Mira, le dije a Guillermo, ahí tenemos al primero de la lista. Me reí por la ironía. 
Párate, recojámoslo, dijo Guillermo. ¿Y qué piensas hacer con él? Aminoré la marcha, ¿eh?, ¿qué piensas hacer? Pero nos paramos y Guillermo salió del coche sin decir nada.
(Lo podríamos haber atropellado, por ejemplo).
Bueno, bueno, a quién tenemos aquí, dijo Guillermo. Max estaba pálido y el sol creaba sobre su piel un efecto reflectante de baliza, de bengala consumida. ¿Guillermo? ¿Qué haces tú aquí?, dijo Max.
¿Y tú? ¿Qué haces en esta carretera? -Uno de los dos, probablemente, era John Wayne, y uno de los dos, probablemente, era el malo de la película-.
Venga, sube con nosotros, vas hacia Portbou, ¿no? 
El camión volvió a adelantarnos con un estruendo de claxon.
¿No?
Voy al congreso de literatura, dijo.
Pues nosotros también, dijo Guillermo: sube, venga.
Max titubeó. Abrió la portezuela trasera y entró en el coche, oscura cabaña de su perdición; y me tendió la mano pero no hubo tiempo para más: Arranca, dijo Guillermo.
Pero a ver, ¿dónde estaba la venganza, los cuchillos y esas cosas? Los tres nos mirábamos por los retrovisores y ninguno hablaba. No había acción vengativa. El juego de espejos y espejismos nos devolvía al parque de atracciones. Guillermo se rascaba la mano y mantenía la mirada al frente. Algo debía estar tramando. 
Pero yo sólo era el chófer. No tenía nada que ver con ese asunto. Conducía hacia Portbou y luego regresaría a mi casa. Poco más. No se les pide mucho a los mayordomos en las novelas: que sean testigos y sirvan las copas, que mantengan el tipo durante las tormentas. Luego, si les ocurre algo, a quién le importa. ¿Verdad?
(Y sin embargo sueñan frecuentemente con una muerte indiscreta, entre copa y copa, cómplice de las vastedades...)


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