(Reescritura. Pronto pondré las cuatro partes que faltan)
Todo el mundo estaba inquieto. Yo no estaba inquieto, pues me daba igual. Encontraba ese viaje estúpido. Iré, pues Dios así lo quiere, pero si Dios no lo hubiera querido, me habría quedado.
Vaslav Nijinski
¿Qué hay más difícil que el arte de saber marcharse? Tim Glass salió en la embarcación de su dueño, un anciano paralítico llamado David Wallace. A Wallace le gustaba el balanceo marítimo, ir chocándose con su silla de ruedas contra los muebles del barco. También le gustaba leer obras hispanoamericanas, en esencia cuentos, textos breves. Extenderse hacia lecturas más extensas era imposible para un lector en movimiento, en cuyo arte de la lectura también existía el riesgo del mareo. Tim se ocupaba de las velas y los arriates, cocinaba, reparaba daños menores y le daba conversación a David acerca de temas tan dispares como las carreras de caballos, los tumores, o el inexplicable mundo de las mujeres. Sin embargo no eran amigos. Mantenían una distancia propia de capitán y marinero.
Partieron del puerto de San Antonio para dar la vuelta a España. Fondeaban en calas o en pequeños puertos pueblerinos: Cambrils, Denia, y así sucesivamente hacia el sur. David jamás bajaba del barco. Se conducía con obstinación paralítica hasta la proa y allí se quedaba con una botella de Vodka. Baja y dame noticias de este puerto, le decía entonces a Tim, ofreciéndole un billete de mil pesetas.
El billete desaparecía, las noticias eran pocas, el olor corporal de Tim, al regresar, sospechoso. En días de calma chicha David citaba poemas oscuros y, contemplando el mar, murmuraba apesadumbrado: espejo de mi desesperación.
Fue semanas más tarde, mientras atravesaban el estrecho de Gibraltar, cuando las nubes se amontonaron y el mar se revolvió, sorprendiéndolos. Giraban en espiral los delfines y las medusas eran violentas manchas hacia abajo. David se desplazaba inquieto con su silla de ruedas, dando órdenes al vacío o blasfemando con su copa de Vodka.
¡Estoy tan mareado, Tim!, gritaba David rodando por la popa, rodeado por el mar encrespado y ya no azul, sino gris como las latas de conserva, como las ediciones de bolsillo o las aceras de extrarradio.
¡Por Dios, Tim! ¿Dónde estás?, gritaba David. Pero Tim estaba replegando las velas y no lo oía y su cabellera era heroica, allí arriba, junto al mástil.
David rodaba por la popa, apenas sus manos podían aferrarse a las barandillas. Su pelo encrespado había descubierto una calva incipiente y su pantalón ahora estaba manchado de sales marítimas, Vodka ruso.
¡Tim, no consigo…! Sus manos se abrían y cerraban en vano, en el suelo quedaba ya un librito de cuentos de Quiroga (te llamo desde la cabina telefónica, no desde la esperanza).
¡Tim! ¿Me oyes? ¡Baja y ayúdame! ¡Me voy a caer!, gritaba David, agitando los brazos y desde el mástil Tim lo saludó sonriendo y se giró para seguir con su trabajo. Apenas veía, el agua lo empapaba. No oía nada entre el reventar de las olas contra el casco.
¡Por favor, Tim! David chocaba irremediablemente contra los bordes del yate y sus labios se encrespaban adquiriendo formas submarinas y temblores y súbitas espumas cardíacas. Las olas se levantaban encrespadas, como nuevas sinapsis cerebrales, como flujos eléctricos que suben por los brazos. No había gaviotas en el cielo.
¡Tim! David abrió la boca y se llevó la mano al pecho. Un dolor punzante y repentino colapsó su cuerpo. Su lengua quedó colgando. Tim, habiendo plegado la vela, volvió a girarse y vio a David inerte, la silla de ruedas estaba entregada al libre albedrío del choque y se deslizaba por la popa, arriba y abajo, y el cuerpo de David se tambaleaba descontrolado. Bajó corriendo, apenas manteniendo el equilibrio. Resbaló y se sujetó a la barandilla a duras penas. Estaba cerca de David, pero apenas podía avanzar para sujetarlo. La lluvia arreciaba, el mar emergía con furia por los costados. Y la silla seguía moviéndose, describiendo movimientos inauditos, como coreografías, como Nijinski bailando L'après midi d'un faune, pero con silla de ruedas.
Había gracia en el cuerpo moribundo de David, en la relajación del desmayo parecía grácil sirena o amable lazo de seda al viento. Y esa fue la última imagen que tuvo Tim de su patrón, David Wallace, lector de relato breve, esa fue la última imagen, un David Wallace en desplazamiento terrible por el bajel con truenos de fondo; un David Wallace que, ya habiendo perdido el conocimiento, fue succionado de golpe por una ola mayor que las otras y, sin ofrecer resistencia, fue arrastrado hacia la profundidad del mar. Y después quedó en la popa una solitaria silla de ruedas, aún combada por un peso antiguo, ya perdido; quedaron sus ruedecitas aún girando, vagamente, en vano, y la figura de Tim sujeta a una barandilla y las olas reventando en su cara, mojándola, dejando restos líquidos que, según como se mirara, podrían haberse confundido con lágrimas.
EL NAUFRAGIO descrito por Ovidio en su "Tristia" es más portentoso. No obstante, está bien, sobre todo, lo que hay antes del naufragio. "En días de calma chicha David citaba poemas oscuros y, contemplando el mar, murmuraba apesadumbrado: espejo de mi desesperación". Esta frase es, sencillamente, perfecta.
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