14 abril 2010

Queneau

Ser o no ser, he aquí el problema. Subir, bajar, ir, venir, tanto se mueve el hombre que por fin desaparece. Un taxi se lo lleva, un metro lo arrebata y ni el Panteón ni la Torre se preocupan por ello. París es una ilusión; Gabriel, sólo un sueño (delicioso); Zazie, el sueño de una ilusión (o de una pesadilla). Y toda esta historia, el sueño de un sueño, la ilusión de una ilusión, apenas nada más que un delirio tecleado por un novelista idiota (¡Oh! ¡Perdón!). Allá abajo, más allá -algo más allá- de la Plaza de la República, las tumbas rebosan de parisinos que alguna vez existieron, que subieron y bajaron escaleras, que fueron y vinieron por calles, y que tanto se agitaron que al final desaparecieron. Un fórceps los trajo, un coche fúnebre se los lleva y la Torre se oxida y el Panteón se agrieta antes de que los huesos de los cadáveres, demasiado presentes, se disuelvan en el humus de la ciudad empapada de afanes. Pero yo estoy vivo y ahí se acaba mi ciencia porque del taxímano fugitivo en su cascajo mercenario o de mi sobrina suspendida a trescientos metros de altura en plena atmósfera o de mi esposa la suave Marceline, vigilante en el hogar, nada sé en este momento preciso y aquí mismo sólo sé lo que alejandrinamente expreso: helos ahí casi muertos porque están ausentes.

Raymond Queneau

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