Vidas minúsculas VIII
Pedro Morales supo que algún día alguien traería consigo el olor de la nieve. Algún día alguien vendría con el olor de las ciudades impregnado en la camisa y el tacto de los aeropuertos tatuado en las manos, con los ojos llenos de escaparates y pulmonías y con una boca tan pequeña que sólo sería capaz de decir sí o no. Entonces despertó, sudado, en su cama, y se incorporó.
Junto a él dormía su mujer, dándole la espalda, sin apenas respirar. Se levantó y fue a la cocina. Bebió un vaso de agua y al tragar fue cuando recordó el resto del sueño. Había una cueva, dicen que soñó, una cueva oscura con una chimenea que llegaba hasta la cima. Dicen que soñó que esa cueva estaba bajo el cerro por el que solía pasar con su burro para llegar a su huerta. Dentro de esa cueva vio brillos pero no exactamente oro, más bien una blancura pictórica, luz, un ataúd luminoso en el fondo de una cavidad o quizá un cofre blanco que, sin saber cómo, supo que contenía un secreto.
Luego regresó a la cama y cerró los ojos para volver a dormirse. El resto de la noche, según cuentan, soñó que era niño y que acompañaba a su padre, ya difunto, a visitar un campo de patatas. Las plantas crecían tan alineadas que no podían ser de verdad, verdes, intensas bajo el sol como playas llenas de veraneantes. Allí, en ese campo, le preguntó a su padre por qué no había patatas colgando de las plantas. Entonces su padre le explicó que la patata es una raíz, que lo que interesaba de aquella planta no era lo que había arriba, sino lo que estaba debajo. Hay cosas que también crecen bajo tierra, soñó que le decía su padre, subterráneas, sin que nadie se de cuenta, y Pedro imaginó entonces, según dicen que contó, dos ojos verdes que abrían un túnel con violencia, en el subsuelo, sin rumbo ni guía, dos ojos que atravesaban la tierra seca hacia una luz que había al fondo, otra vez una cueva bajo el cerro y un cofre blanco cerrado, colocado sobre una roca, como en un altar, conteniendo un secreto.
Los sueños son el espejo que hay detrás de nosotros mientras nos miramos en un espejo que está delante de nosotros.
Por la mañana Pedro se levantó y desayunó, preparándose para salir hacia la huerta. Su mujer, aún con la bata, aprovechaba para coser un jersey y tomaba una taza de té. He soñado que había algo debajo del cerro, dijo Pedro. ¿Algo?, dijo su mujer, pues claro que hay algo: tierra, qué va a haber allí. No, dijo Pedro, algo distinto, un agujero, una cueva, y algo que brillaba debajo. Sería un melocotón, dijo ella. No, no creo que fuera un melocotón, dijo él. Su mujer dejó de coser y lo miró: Lo decía en broma, Pedro.
Poco después salió hacia la huerta con su burro, que le seguía cargando un fardo. Se lo habían regalado tiempo atrás en una rifa del pueblo. El burro se llamaba Bucéfalo, o eso le habían dicho cuando se lo entregaron. Él pensó que era un nombre horroroso para un burro, para cualquier cosa en realidad, pero no sabía que Bucéfalo había sido el nombre del caballo de Alejandro Magno. De saberlo quizá hubiese pensado otra cosa. Alcanzaron el camino del cerro y avanzaron entre la desolación estéril de la tierra seca, baldía, donde los grillos y las cigarras se agitaban desde sus escondites. Al llegar a la cima Pedro se detuvo y miró atrás. Se veía el pueblo, las personas, desde allí arriba, apenas eran pequeños puntos, los jóvenes se distinguían de los ancianos sólo por su velocidad al moverse. Luego se giró y siguieron avanzando, pero entonces, tras haber dado unos pasos, se detuvo en seco. Bucéfalo, dijo, quieto, quieto. Se acercó al burro y lo giró, encarándolo hacia el pueblo. Camina, dijo dándole una palmada, ea, camina hacia allí, venga, camina. El burro dio unos pasos sin entender nada, girando de vez en cuando la cabeza. Camina Bucéfalo, anda, decía Pedro y se quedaba quieto con la cabeza ladeada. Fue entonces cuando se dio cuenta de que los zuecos del burro pisaban un terreno duro que sonaba a hueco, como si debajo hubiese algo, un espacio, pero no tierra: aquello que había soñado.
Me pregunté entonces si la historia que me estaban contando fue realmente así. Si el orden fue aquél. Si primero hubo un sueño y después la confirmación del sueño. O si en cambio, en verdad, todo fue al revés. Quizá Pedro una mañana sintió el suelo hueco bajo los zuecos de Bucéfalo y después, de noche, soñó que debajo había una cueva con un secreto. Pero todos, aunque ya no creamos en ello, seguimos prefiriendo la magia de la revelación inesperada.
Pedro se acercó a Bucéfalo y lo apartó con suavidad. Se tumbó en el suelo y dio unos golpes con el puño contra el suelo. El burro no entendía nada, su amo había enloquecido. Pedro escarbó con las manos pero el terreno era duro, se rasgaba las uñas y no conseguía nada. Se levantó, se pasó la mano por la frente sudada, y decidió seguir hacia la huerta.
Ay, por Dios, Pedro, como si no tuviéramos cosas más importantes en las que pensar, le dijo su mujer esa noche, antes de dormirse. Y esa noche, en su sueño, vio un agujero vertical y negro por el que caían piedras que alguien lanzaba desde arriba. Él estaba al fondo del agujero, entre tenues resplandores blancos, recibiendo los impactos. Levantó la cabeza para ver quién las estaba tirando y entonces vio una cara desconocida que le habló, y aunque hablase con el lenguaje de los hombres, no le pareció una voz humana: era tan voluminosa que no podía haber salido de una boca, tan resonante y fría y desamparada que no fue capaz de entender qué le estaba diciendo. Porque en realidad no le estaba diciendo nada, sólo le tiraba piedras, hasta que una de ellas le dio en la cara y entonces despertó. Se incorporó asustado. Estaba amaneciendo. Se deslizó de la cama y se vistió. Tardó poco en salir con el burro del establo, esta vez cargado con un pico y una pala. Ni siquiera esperó a desayunar con su mujer. Llegó a la cima del cerro cuando el sol ya había salido del todo. Se acercó a Bucéfalo y cogió la pala y el pico y se puso a cavar.
A principios de siglo, Otto Loewi se dedicaba a estudiar las sinapsis de las neuronas. A pesar de sus esfuerzos, no lograba comprender cómo podía transmitirse el potencial de acción de una neurona a otra, pues existía una separación física entre las membranas de las neuronas que parecía impedir esa transmisión. Pero una noche, mientras dormía, soñó algo. Vio un estanque verde y pantanoso, con el agua detenida, sobre la cual flotaban algunos nenúfares en flor. De ese estanque salieron dos ranas por separado que saltaron sobre él, como si estuviesen atacándolo, pero luego se alejaban y volvían al agua. Poco más pudo recordar de ese sueño. Despertó por la mañana muy inquieto, con la clara conciencia de que, en lo que había olvidado del sueño, estaba la clave del misterio de las sinapsis. En vano trató de hacer memoria. Pero la noche siguiente volvió a soñar lo mismo y esa vez se levantó en medio de la noche y supo qué tenía que hacer. Preparó dos corazones de rana. Solían trabajar con ranas para la investigación. Puso uno de ellos en una solución salina, aún latiendo, y aplicando sobre su nervio vago un estímulo consiguió que el latido se enlenteciera. Sacó el corazón del líquido e introdujo el otro corazón. Al entrar en contacto con la solución, el otro corazón también se enlenteció. El primer corazón había liberado una sustancia que había quedado en el líquido y que se había transmitido al segundo corazón. Otto Loewi con el tiempo y con más experimentos descubrió la acetilcolina, una sustancia química que las neuronas desprenden para transmitir su señal. El sueño que tuvo había sido el impulsor de la revelación, según dijo él después, al ganar el premio Nobel.
Hay corazones por entero novelescos, hay corazones solitarios que formulan lo imposible. Para la conexión sináptica y la transmisión, para el intercambio entre unos y otros y para el amor, es necesaria una cercanía no sólo presente, sino una cercanía líquida en el aire que logre de lo común extraer el germen de lo único. ¿Pero por qué no traes nada de la huerta?, le decía su mujer a Pedro y él no quería dar explicaciones. Tenemos suficientes coles ya para pasar el otoño, decía Pedro, ensimismado en sus cavilaciones, habiendo abandonado la costumbre de desayunar por la mañana y de volver por la tarde al pueblo, como si el sol ya no fuese suficiente para ordenar sus actos, como si el tiempo se descompartimentara en un binomio de noches de sueño y días de excavación, y la conexión entre él y los demás se hubiera quebrado, como si su corazón ahora latiera en un líquido, solitario y sólo para sí mismo, obcecado, con impulsos parecidos a plantas y árboles cortados de raíz.
Al amanecer subía y excavaba con resolución ante la atenta mirada de Bucéfalo y a veces de los vecinos del pueblo que pasaban por allí. Ha enloquecido, pensaban, decían en el bar, ha enloquecido del todo este hombre. Los niños se reían de él, y no sólo los niños. ¡Animo!, le decían al pasar los otros campesinos y él, Pedro, se levantaba bajo el sol y les decía: ¡podríais ayudarme a cavar! Para qué, contestaban ellos, como si fueran una sola mente, para qué, si debajo no hay más que tierra y lo que una vez te dijo un sueño.
Hasta que una mañana se abrió la tierra bajo sus pies y apareció un agujero vertical y oscuro, por el que caían piedras que resonaban con un eco al golpear contra el fondo. Volvió al pueblo corriendo, en busca de una cuerda con la que bajar y una linterna. No le dijo nada a nadie, ni siquiera a su mujer, que estaba sentada cosiendo para el invierno. Pero qué... acertó ella a pronunciar, en vano, porque él ya había salido por la puerta y corría hacia el cerro.
Al descender por el agujero con la linterna llegó a una cueva excavada artificialmente. Lo primero que vio fueron huesos. Después, enfocando hacia la bóveda del techo, vio un resplandor blanco de luz refractada, de una belleza deslumbrante: cristales como diamantes quizá de un valor incalculable. Y caminando por los pasillos de la cueva llegó a una suerte de roca donde había un cofre, tal y como había soñado, dicen. Un cofre que abrió con nervio y tenacidad, ya oxidado, dentro del cual encontró, para su sorpresa, sólo un papiro. Escuchó entonces la voz de alguien que le gritaba desde arriba. Se acercó al agujero y miró hacia arriba, vio un rostro que apenas pudo distinguir, caían pequeñas piedras sobre él. ¡Pedro! ¿Estás bien?, le decía la voz. Y Pedro, antes de que le cayera la piedra con la que perdió el conocimiento, acertó a decir: creo que soy rico.
Salió en los periódicos, lo entrevistaron algunas veces y él siempre contó la historia del sueño premonitorio. El cazador de sueños, la celebración de su tenacidad, nada es imposible si se quiere y si se cree en ello de verdad, se decía en los periódicos, nada.
Hasta que poco después, entre especulaciones y otros sueños postreros de fama y riqueza, llegó alguien del norte con el olor de las ciudades impregnado en las camisas y el tacto de los aeropuertos tatuado en las manos. Geólogos de la Universidad de Barcelona y un filólogo. Los primero certificaron que aquella cueva se trataba, en realidad, de una antigua mina de Lapis Specularis, una piedra especular translucida que tuvo mucho valor durante la época Romana, pero que ya no lo tenía. Se trataba de una antigua mina romana ya descrita por Plinio El Viejo en su Naturalis Historia, según dijo el filólogo, situada a diez mil pasos hacia el norte de Emerita Augusta. Del papiro encontrado en el cofre, en cambio, se pudo decir poco, el tiempo había borrado el rastro de lo escrito, tan sólo quedaban algunas anotaciones contables.
Pedro no tardó mucho en regresar a su habitual trabajo en la huerta, siempre acompañado por Bucéfalo, esta vez desayunando y regresando antes del atardecer a casa, otra vez con las herramientas para la agricultura, sin más riqueza que la de su gesto.
Roto el espejismo de la maravilla, sólo queda el acto de fe de la potencia de un sueño, mil millones de espejos detrás de nosotros refractando lo que vemos delante, el hueso que se anuda a las palabras, o esa sinapsis que una vez se llamó nosotros.
Está bien quitarse el sombrero cuando la ocasión lo requiere. En este blog casi es conveniente, por comodidad, ir con la cabeza descubierta.
ResponderEliminarUn gran abrazo.
Blusckrück.
Fantástico. Qué clásicamente ingenuo poderoso pedante gracioso medido bienconstruido azul luminoso y sutil. Ay, esa sinapsis que una vez fuimos nosotros...
ResponderEliminar