[Diario 29-10]
Me llamó un amigo y me dijo: Estoy muerto, bajemos a tomar un café. En diez minutos, le contesté, y me vestí y me lavé la cara y salí a la calle. Frente a mi casa, en el parque, donde antes había hierba ahora había un señor arrodillado, inmóvil, observando el suelo.
En el bar estaban los embusteros. En una esquina la profesora jubilada: Un vinito por favor. Blanco, si puede ser, pidió. Si ese vino sobre la barra se conservara siempre, si ese vino durara siempre... pero se lo bebió y al ver que no tenía nadie a quién molestar (yo estaba oculto detrás de un periódico: Néstor Kirchner ha muerto) salió enseñándonos su culo contoneante de vieja sin hijos. Ha muerto un justo, ha muerto un valiente. Me había tomado un café y mi amigo aún no había llegado. Había sido operado de emergencia el 7 de febrero, una arteria ulcerada, le recomendaron reposar. Hizo caso omiso y continuó con un ritmo frenético su vida política. El 11 de septiembre sintió un fuerte dolor en el pecho y fue llevado a una clínica donde le colocaron un Stent en una arteria coronaria obstruida. Volvieron a recomendarle reposo, pero a los tres días protagonizó un acto público en Luna Park. Apareció ante las cámaras demacrado.
Poco después volvió a entrar la profesora jubilada con cara de emergencia y los brazos estirados hacia adelante. ¡Por favor, ayuda!, gritó, ¡Hay un muerto en el parque! Salimos y vi al hombre del parque tendido sobre el suelo. Lo rodeamos. Un niño absurdo lo tocó con un palo y el hombre se movió y abrió los ojos y se asustó al vernos allí. ¿Qué pasa?, preguntó, Noté algo por detrás y caí como dormido, dijo. Nos giramos hacia la profesora. Pues no está muerto... me pareció que estaba muerto, se explicó ella, retirándose hacia atrás y volviendo a entrar en el bar.
Cuando volví al bar ella tenía otra copa de vino delante. Nadie le prestó atención. Yo volví al periódico. Elena Skordelli, presentadora de televisión en Chipre, acusada de matar a su jefe. En la foto una chica exuberante. Algo extraño en su cara, la rigidez, la mandíbula tan grande, carnívora, sospechosa. Pasará toda la vida en la cárcel si se confirman las pruebas. Mi amigo seguía sin llegar. Me lo imaginé sentado en su habitación con un fuerte dolor de pecho, una arteria coronaria obstruida, de pronto muerto. Me lo imaginé con la cara caída contra el teclado y en la pantalla el procesador de textos acumulando letras, páginas enteras, onomatopeyas fúnebres de una novela críptica. Pero no quise llamarlo por teléfono para constatar la desgracia. Pedí otro café. Skordelli contrató a dos matones para aniquilar a su jefe. El motivo: había sido despedida como presentadora del telediario. Los matones le dispararon desde una moto pero uno de los asesinos fue identificado y delató a la presentadora como instigadora del crimen. Después del segundo café una pequeña arritmia en mi corazón, nerviosismo, la espera se alargaba demasiado. La profesora jubilada se acercó a mí. Era baja, chaparra, sus ojos podían ver muy de cerca lo que había en el suelo de tan baja que era. Podía ver con facilidad los insectos y las baldosas, era algo así como una mujer hecha para arrodillarse, para estar arrodillada todo el tiempo, no más.
¿Esperas a tu amigo?, me preguntó con la copa de vino apoyada en el corazón. ¿Cómo lo sabes?, contesté. Ella sonrió, sarcástica, esos ojos de sapo, esa ausencia de cejas como si alguien las hubiese incendiado una noche. Yo de ti no lo esperaría, dijo, su cara se volvió inexpresiva, la mandíbula dura y mal cerrada. Apuró su vino y se alejó hacia la barra. Mientras espera su sentencia Skordelli se dedica a planchar, a beber vino y a pintar cuadros abstractos. No había relación entre una cosa y otra, pero imaginé a mi amigo siendo torturado por dos matones del barrio, esos gitanos peligrosos que intercambian cosas de madrugada. Lo imaginé ahorcado en la ducha por mandato de la profesora jubilada. Ella me miraba desde la barra, divertida, sabiendo que había sembrado la duda en mí.
Dejé el periódico pagué y salí a la calle. Llovía. Fui hasta casa de mi amigo y llamé al timbre. No contestó nadie y aunque volví a llamar dos veces, siguió sin haber contestación. Probé a llamar por teléfono y no hubo respuesta. Establecí una conexión entre la profesora, los periódicos leídos y mi amigo. El crimen tomó una forma clara, su secuencia era nítida aunque faltaran los motivos. El paro cardíaco había sido lo último.
Me encaminé hacia mi casa pensando en su más que posible muerte. En qué se sentiría al tener una arteria obstruida y luego un infarto fulminante por haber sido ahorcado después de una larga tortura, con la eyaculación póstuma mojándote los pantalones. En eso pensaba, concentrado, penoso y no del todo triste, cuando pasé por el parque sin darme cuenta de que el hombre que había muerto antes de mentira, ahora tenía la cara contra el fango, inmóvil y humedeciéndose, con un chichón que le crecía por la parte de atrás como una montaña que nace a duras penas, lenta y telúrica.
Realmente, Víctor, me ha encantado.
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ResponderEliminarTío, es genial la secuencia desenfadada de muertes combinada con la lluvia final. Como si cada gota fuese a matar a algún personaje del texto y a alguno más que aunque no aparece explícito se intuye. Pensé de repente en la decimatio, un castigo desenfadado del ejército romano. Y que si al llover una de cada diez gotas matara a una persona tendrías una pauta maravillosa para hacer una historia de muertes tranquilas, porque sí, porque llueve y resulta que ya va llegando el invierno.
ResponderEliminarFuerte abrazo