05 enero 2011

Fin de año


Mi cuerpo era como un pájaro apoyado en los cables de una línea telefónica. Había una conversación, la sentía pasar por mis patitas, pero era incapaz de comprenderla. Quedaba una hora para que acabara el año. Marta empezó a tocarme la pierna con su pie, bajo la mesa, yo la miré con asco, pero eso pareció excitarla aún más. Roberto, su novio, había preparado un cóctel cuyos ingredientes eran gazpacho y vodka. Mientras su novia iba por el sendero subterráneo de la traición yo sorbí un trago de ese cóctel bajo su atenta mirada. Tragué el brebaje.
Me gusta, mentí.
¿Te gusta mucho o poco?, preguntó Roberto.
Me gusta lo suficiente como para dar otro trago, dije, y volví a probar el asqueroso cóctel. Pero no te gusta lo suficiente como para dar un tercer trago, dijo Roberto. Sí, dije yo, me gusta lo suficiente como para dar cuatro tragos más.
El honor y su conservación, la lata de conservas de Warhol o haber leído demasiados libros de caballerías. Algo me impulsaba a complacer a mi amigo. Pero darías como mínimo seis tragos más si te gustara de verdad, dijo Roberto. Eso mismo, dije yo dando seis tragos más. Había una conexión fatal entre el hecho inexpugnable de que su novia estuviera buscando mi polla bajo la mesa y la necesidad absurda de complacer a su novio bebiendo su cóctel.
¿Tú qué piensas, Marta, te veo pensativa?, le pregunté. Ella, sonrojada, empezó a contarnos que se había comprado una farola para su mesita de noche. Así cada vez que enciendo la luz es como si tuviera un sol a mi derecha. Su discurso era irracional porque sólo pensaba en conseguir mi erección. Recuerdo el día en que participé en el concurso de literatura pornográfica. El placer está en la máxima perversión.
O bien imaginad a una chica que defeca sobre el suelo de su salón y que coge el pedazo más sustancial, utilizándolo después para masturbarse, introduciéndoselo en su coño jugoso. Cada vez que veo la cara de una tía me imagino sus cejas impregnadas de esperma.
Me llevé el primer premio.
Es la rabia, es haber leído a Suetonio y Petronio, conseguir que, de alguna forma, todo el odio acumulado pase a través de una sonrisa. Supongo que querrás más, dijo Roberto, veo que te ha gustado. Sin duda, dije yo, ¿pero por qué no sirves a los demás? Los demás hablaban alrededor.
Ana Lucía, que estaba a mi izquierda, me tocó el brazo -mientras tanto Marta alcanzaba mi paquete por debajo. En táctica militar a esto se le llama encerrona- y me preguntó por qué ahora escribía textos tan violentos. Me dijo que parecían impostados, impropios de mí, que yo no era así, en verdad, que antes lo que escribía era mucho mejor, más natural y próximo. Bebí unos tragos más del cóctel antes de contestar. El pie de Marta se meneaba por mi paquete, buscando la imposible erección. A mí sólo me pone cachondo que me hablen de Faulkner. Soy así de pretencioso y artificial. El cóctel de gazpacho me había dado cierta energía. Siguiendo el hilo de mi pensamiento contesté lo siguiente: Faulkner simuló ser cojo para que todos creyeran que había sido piloto de aviones en la guerra. Yo, más o menos lo mismo. Ana Lucía se quedó satisfecha con mi respuesta ambigua y se levantó y anunció que ya era hora de ir a buscar las uvas.
He pelado doce uvas para cada uno y las he dispuesto en pequeños vasos, para que nadie se pueda confundir, dijo. Se acaba el 2010 y llega un año nuevo lleno de esperanzas y promesas, felicidades y besos.
Marta me presionaba para que sintiera placer y Roberto me incitaba a consumir su creación. Así que eché para atrás la silla y me ofrecí, con esa simpatía impostada de hombre que habla con un camarero, para traer los vasos con las uvas. Fantástico, dijo Ana Lucía, están en la cocina. Me levanté. Caballeros, me voy a suicidar, dije. Pero no dije eso. Marta, sonrojada, estaba alucinada por mi heroico rechazo de su pie. Roberto no dio el brazo a torcer y me llenó el vaso de nuevo. Admiro a los que no claudican. Atravesé el salón dando palmadas en el cogote a mis amigos y entré en la cocina. Allí lo vomité todo. Luego, ya repuesto y sin que nadie se hubiese percatado del incidente, vi que sobre la mesa había doce vasos alineados con sus respectivas doce uvas peladas en cada uno de ellos. Esa progresión geométrica me supo mal. Yo diría que en lo caótico existe el esplendor de la intuición del prodigio. Pero en el orden están los límites, como si cada cosa ordenada tuviera dentro de sí la posibilidad de ser mucho más de lo que manifiesta.
Así que cogí un recipiente grande del armario y derramé en él todas las uvas, mezclando de esta manera 144 uvas para 12 comensales. Luego me comí 20 uvas. Quedaron 124 uvas para 12 comensales. Volví al salón y puse el recipiente sobre la mesa. Aquí hay 144 uvas, mentí, el juego consiste en que todos luchemos en cada campanada por conseguir una. Ana Lucía, escandalizada, se levantó y me gritó. Pasé olímpicamente de su histeria y me senté. Al fin y al cabo, dije, hacerlo de esta manera se acerca mucho más a lo que es nuestra naturaleza.
Cada campanada sería una manera segura de manifestar nuestro amor o nuestro desprecio. Sobre todo cuando quedara claro que no había uvas para todos y hubiera que luchar por las que quedaran. Entraríamos en el año nuevo a cara descubierta, encendidos y locos, despeinados o, en cierto sentido, desnudos; serían por fin salvajes nuestros ojos brillantes de rata o ardilla, y su lenguaje, por ser verdadero, nadie lo comprendería.
[...]


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