19 abril 2011

Reunión para un salmo nocturno

Fragmento

I

La plaza era larga y difícil de atravesar. El profesor Alfredo Rubbenstein tenía un paso ligero y veloz que contrastaba con su vejez, una forma de caminar festiva que sólo pueden tener los hombres de veinte años cuando son felices. Alfredo Rubbenstein era como una gota de agua que sube hacia arriba por unas escaleras y llama a una puerta. Esa puerta la abrió su compañera de despacho, la profesora y ex pintora Bárbara De Mora.
Ojalá no existiesen los nombres. En los nombres está contenido todo el odio y todo el amor, la vida y la muerte.
Alfredo Rubbenstein no sólo era catedrático de literatura española en la Universidad de Salamanca. También era biógrafo. Se sentó en su mesa delante de un manuscrito titulado: Biografía de Aníbal Núñez. Se trataba de un título provisional. Para la publicación tenía en mente otros títulos, pensaba en algo que había visto en la biblioteca antigua de la universidad, un libro titulado Reunión para el Salmo nocturno. Frente a él Bárbara De Mora corregía exámenes y se preparaba para salir al frío insoportable de la ciudad, una ciudad parecida a la pesadilla que tienen los perros inmóviles mientras tiemblan, sacrificiales, en las cunas que sus dueños les han asignado.
Encenderé el fuego mientras espero a que los demás consigan la leña, escribió Alfredo sobre un papel, para luego apoyarse sobre el respaldo con las manos detrás de la cabeza. Abrió el cajón de su escritorio y cogió un lápiz que estuvo agitando hasta que su compañera de despacho lo vio.
- ¿Te gusta mi lapiz? –preguntó.
- Me tengo que ir, Alfredo –contestó ella.
- Pero dime si te gusta.
- No me parece un gran lápiz, la verdad.
- Un lápiz es grande por las palabras que ha escrito, que lo sepas.
- Me marcho.
Bárbara De Mora salió a tomar su café diario. Sentía predilección por las terrazas, en concreto por la terraza del café Edelweiss, junto a la facultad. Había sido artista y pintora tiempo atrás y ahora se limitaba a corregir exámenes sin pasión.
Como flotando, Alfredo dejó el lápiz junto al manuscrito. Buscó una simetría perfecta entre la posición del papel y la posición del lápiz. Luego se dijo: manos a la obra. Se inclinó hacia delante y se quedó inmóvil. Reflexionó. Giró con su silla rotatoria y abordó la máquina de escribir. No le gustaban los ordenadores. Le gustaba lo viejo y antiguo, los vinilos, también los incunables, a veces las ruinas si esas ruinas tenían alguna forma.
Empezó a teclear presa una embriaguez santa, capítulo VI, golpeaba la máquina de escribir frenético pero elegante, marcial y militar pero estremecido por cierta sensibilidad poética; sin piedad: golpeaba furioso y comedido, quizá en trance. Al otro lado de la puerta sus colegas levantaron la cabeza y prestaron atención cómplices y fascinados por el instinto desatado o el sonido felino que, arañando, atravesaba los muros del despacho.
Pero un estudiante llamó a la puerta e interrumpió su trabajo.
- ¿Puedo pasar?
- ¿Quién es? –preguntó Alfredo dolido por la interrupción.
- Soy Luis Llorente, alumno suyo.
- Bien, pase usted –dijo Alfredo girando otra vez con su silla rotatoria y colocándose frente a su mesa.
Luís Llorente era alumno de Filología Hispánica desde tiempos inmemoriales. También era aprendiz de poeta y conocedor de los bares sórdidos de la ciudad. Le gustaba escuchar discos de John Mayall y viajar en autobús porque, según decía, los autobuses ofrecen el equilibrio perfecto entre la velocidad y el abandono reflexivo, y porque respetan con discreción los límites descritos por las leyes de la física. Su poemario Autobuses nocturnos había sido merecedor del Premio de Poesía de Peñaranda de Bracamonte.
- Siéntese usted –dijo Alfredo apoyando los codos sobre la mesa y juntando las manos, observando a su alumno que ya había asistido durante cinco años seguidos a su clase, suspendiendo siempre por el placer de poder enfrentarse a la Convocatoria de Gracia, la última convocatoria que ofrecía la Universidad cuando se suspendía más de seis veces. Requería de la firma y autorización última del Rey de España, y él quería conocer al Rey de España.
- Bien, yo… -empezó Luís. Fue interrumpido:
- Al grano –Alfredo estaba ansioso por volver al trabajo. Le habían interrumpido mientras escribía, pensaba él, uno de los pasajes más brillantes que habría de conocer, años después y frente al pelotón de fusilamiento, la literatura española; un pasaje en el que se narraban con exactitud los paseos de Aníbal Núñez por los lagos tranquilos de la provincia, casi atormentado, casi astronómico y en conjunción con la palabra.
- Sé que usted está escribiendo una biografía sobre Aníbal Núñez –dijo Luís.
Alfredo, al oírlo y en un acto reflejo, se apoyó con gran parte de su cuerpo sobre el manuscrito, cubriéndolo.
- ¿Quién te ha dicho eso? –transición hacia el tuteo.
- Bueno… lo sabe todo el mundo… Pero yo quería…
Alfredo se inclinó hacia atrás dejando visible de nuevo el manuscrito.
- Al grano.
- He oído algo –dijo Luís, cuyo pelo era rubio y melenudo, parecido a John Mayall cuando fue joven-. Algo que le interesará para la biografía que está escribiendo.
- Uhm… Sí.
- Dicen en la facultad que alguien ha descubierto que Aníbal Núñez escribió una novela.
Silencio. Alfredo hizo un repaso rápido de todo lo que sabía sobre Aníbal como quién, antes de morir, ve desfilar en tránsito desordenado toda su vida.
- Eso es imposible –determinó Alfredo.
- Bueno, profesor… sólo le digo lo que he escuchado.
- ¿Pero de dónde has sacado eso? ¿Qué más sabes?
Luís le explicó como un grupo de editores salmantinos le había propuesto a Aníbal Núñez reescribir la novela Opiniones del Gato Murr, y cómo esa reescritura había sido publicada bajo la autoría de E.T.A. Hoffmann, sin mención alguna a que dicha obra era, en verdad, del propio Aníbal.
Alfredo, creyéndose víctima de una broma, se había quedado estático. Pero no había ningún motivo para creer que aquello fuese una broma. ¿Broma o no broma?, se dijo a sí mismo sujetando el lápiz y contemplándolo.
¿Ser o no ser? ¿Qué debe más dignamente elegir el alma noble? ¿Creer en la azarosa fortuna y la engañosa palabrería, rebelarse contra el rigor y su aburrimiento, afrontándolo y desapareciendo con él?
El Decano de la facultad llamó a la puerta.


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