15 mayo 2011

Pornografía



La mujeruca lavaba ropa en el estanque, y al vernos se nos encaró con su facha delantera y se quedó mirándonos -una fregona entrada en años, chaparra y con grandes pechos, completamente asquerosa, hecha de grasa rancia y de suciedad decrépita, con unos ojitos menudos-, se quedó mirándonos con el batidor de madera en la mano,
Karol se separó de nosotros y fue hacia la mujer como si tuviera que hablarle. Y de pronto le levantó la falda. ¡Vimos brillar la blancura del bajo vientre y la mancha de pelo negro! Un bramido. El desvergonzado añadió un gesto obsceno y retrocedió de un salto -y volvió junto a nosotros como si nada hubiera ocurrido, mientras la mujeruca, iracunda, le insultaba.
No hicimos ningún comentario. Era una tan inesperada y sublevada marranada, que se nos arrojaba encima brutalmente... Y Karol volvía a andar a nuestro lado, en una ociosidad perfectamente plácida. La pareja Waclaw-Henia, absorta en su conversación, desapareció al doblar una curva -tal vez no habían observado nada- y nosotros detrás, Hipolit, la señora -un poco trastornada-, Fryderyk... ¿Qué era aquello? ¿Qué era aquello? ¿Qué había ocurrido? Lo que me dejaba estupefacto no era que se hubiera permitido aquella enormidad -sino que la enormidad, indignante como era, se hubiera producido tan de pronto y tan sin continuidad, en otro plano, en otra clave, como la cosa más natural del mundo... Y Karol caminaba a nuestro lado, incluso cabe decir que lleno de gracia, con la extraña gracia de un chico que se arroja encima de las viejas, con una gracia que crecía ante mis ojos sin que yo acertara a comprender su naturaleza. ¿Cómo podía ser que aquella marranada con la vieja le coronara con aquel resplandor de gracia?


Pornografía, Witold Gombrowicz


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