12 julio 2012

Recuerdos de una noche de Kif


Tánger, una mano de niño me entrega una piedra de kif; sé feliz, dice en español a través de la cancela y se retira corriendo y dándole patadas a un balón. Piazzini recuerda tumbado en la cama  la costa demacrada de Shangai, el espantoso puerto industrial donde los buques de carga esperaban su turno. Recuerda el continuo crepitar de los motores y los pausados balidos que parecían haber salido del cuerno de un indígena aterrorizado por la pronta invasión del bárbaro. Piazzini se ha bajado los pantalones de tal manera que puedo ver sus calzoncillos de color; creo que no se ha dado cuenta de que estoy mirándole y con una mano se frota el pubis mientras habla: Era medio china, medio española, Sara. Con ella visité la Ciudad Prohibida para confundir el esplendor de las ruinas imperiales con el mío, más modesto y barcelonés. Piazzini ha vuelto a abrocharse el pantalón y ahora se apoya en el respaldo de la cama y mira con firme determinación la pared, en cuyo centro cuelga la imagen iconoclasta de otra religión. ¿Tú sabes que en esta misma habitación durmió Kerouac? El escritorio sobre el que apoyas tu mano despreocupada sostuvo páginas enteras que nunca llegarás a igualar, me dice. Ella tenía ojos de búho, continúa Piazzini, pálidos y verdes. Aunque te escrutaran daban la sensación de estar anegados en agua, como la extensión frágil y apenas profunda de un pozo en vías de secarse. Piazzini se revuelve en la cama y estira el brazo para coger el cigarrillo de kif que le paso. Da una calada y adopta su pose habitual de enterado al que le sobran las experiencias. Pasé por su cuerpo sin pena ni gloria y volví muchas veces a su piel con la impresión de haber olvidado algo en él. Tenía la sensación inequívoca de haber perdido algo: unas llaves, unas monedas o un botón. Piazzini expulsa el humo de la boca con descaro y reproche. Porque al despertar junto a ella, continúa, y al querer abrazarla me topaba siempre con un amasijo de sábanas, cubrecamas y almohadas que parecían ocultar a un maniquí o a un muerto. No respiraba. La tocaba y abría los ojos de golpe con la enérgica continuidad de un parpadeo, como si no hubiese dormido. ¿Qué has soñado?, solía preguntarle. He soñado contigo, contestaba para luego levantarse y entrar en el baño. La cosa va muy mal si la mujer a la que amas sólo has podido verla desnuda a menos de diez centímetros. Piazzini suelta una risotada de desdén. Siéntete feliz cuando se pasee desnuda a metros de ti, confiada, relajada, sin que le importe que la contemples bien. Supongo que fue ese extrañamiento, la penetración distante de esa otredad que mediaba entre nosotros, lo que nos unió. Piazzini se incorpora para devolverme el cigarro de kif y vuelve a tumbarse tras colocar la almohada en vertical. Tengo la firme convicción de que un espectro solía situarse entre ella y yo cuando paseábamos por los caminos del parque Yuyuan, un espectro burlón, frío y contagioso que nos obligaba a callar y a caminar bajo los árboles atemorizados por las aves rapaces y los bichos que pudieran descolgarse de las ramas y atacarnos. Por supuesto, ese miedo a ser heridos era una proyección sublimada. Qué otra cosa podía ser, si no. Pásame eso. Piazzini reclama con la mano el cigarro que yo aún no he podido probar: he estado escuchándole y, al mirar de pronto por la ventana, he visto a un grupo de gaviotas sobre el mar que me han entretenido. De todas formas le devuelvo el cigarro y él, al cogerlo, se levanta de la cama y se acerca a la cómoda. Hotel barato, el Continental, a pesar de Burroughs y Kerouac. Puede ser que en esto se cifre la perdurabilidad de las cosas, continúa, en el hecho de que exista un vínculo, por decirlo así, tan frágil como para estar siempre en peligro... Bueno, son cosas que se me ocurrieron al leer el Tao Te King que ella me regaló cuando celebramos nuestro primer aniversario. Sí, recuerdo bien esa noche: el vestido de encaje cubierto por una bufanda roja de cachemir y el estampado de las medias que representaba a un dragón que sube por la entrepierna. Por supuesto, yo no le regalé nada. Es más, ni siquiera recordé que ese día era nuestro aniversario y eso pareció turbarla. Durante la cena adquirió una leve inclinación de espalda que yo asocié a un mal gesto realizado durante la práctica de su deporte favorito, el béisbol. Sin embargo, se trataba de pesadumbre. Pesadumbre por mi equina estupefacción inmóvil y mi adolescencia asumida como estado de alma. Con el cigarro en la boca, Piazzini levanta su maleta y la coloca sobre la cómoda, ladea la cara y me mira y un mechón de pelo le atraviesa la frente. Fue entonces cuando levantó de pronto la cabeza, continúa, y me soltó esa pregunta: ¿Dónde te gustaría que te enterraran cuando mueras? Por un momento la miré desconcertado; no comprendía el mecanismo que la había llevado a eso. No lo sé, contesté, y de inmediato le devolví la pelota: ¿y a ti? Sara no estaba de broma. Para ella eso era importante. Lo noté en sus ojos: se hicieron estrechos como una amenaza de ahogo. Yo quiero que me entierren en Tánger, sentenció y acto seguido cogió la servilleta, la espolvoreó en el aire y la dejó caer sobre su regazo como una manta que no pretende abrigar, sino ocultar. Piazzini abre la maleta y busca en su interior. Caen al suelo camisas y pantalones, un cinturón. Por fin encuentra lo que buscaba. Con sumo cuidado extrae una urna de cerámica en cuya superficie blanca hay bordados de oro. Pues aquí está, dice, y aquí estamos, añade levantando la cabeza y asintiendo hacia mí. Vamos a enterrarte, concluye sorbiendo del cigarro de kif que, sin embargo, se ha apagado en su boca entretanto.  



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