Tánger,
una mano de niño me entrega una piedra de kif; sé feliz, dice en español a
través de la cancela y se retira corriendo y dándole patadas a un balón.
Piazzini recuerda tumbado en la cama la costa demacrada de
Shangai, el espantoso puerto industrial donde los buques de carga esperaban su
turno. Recuerda el continuo crepitar de los motores y los pausados balidos que
parecían haber salido del cuerno de un indígena aterrorizado por la pronta
invasión del bárbaro. Piazzini se ha bajado los pantalones de tal manera que
puedo ver sus calzoncillos de color; creo que no se ha dado cuenta de que estoy
mirándole y con una mano se frota el pubis mientras habla: Era medio china,
medio española, Sara. Con ella visité la Ciudad
Prohibida para confundir el esplendor de las ruinas imperiales con el mío, más modesto y barcelonés. Piazzini
ha vuelto a abrocharse el pantalón y ahora se apoya en el respaldo de la cama y
mira con firme determinación la pared, en cuyo centro cuelga la imagen
iconoclasta de otra religión. ¿Tú sabes que en esta misma habitación durmió
Kerouac? El escritorio sobre el que apoyas tu mano despreocupada sostuvo
páginas enteras que nunca llegarás a igualar, me dice. Ella tenía ojos de búho,
continúa Piazzini, pálidos y verdes. Aunque te escrutaran daban la sensación de
estar anegados en agua, como la extensión frágil y apenas profunda de un pozo en
vías de secarse. Piazzini se
revuelve en la cama y estira el brazo para coger el cigarrillo de kif que le
paso. Da una calada y adopta su pose habitual de enterado al que le sobran las
experiencias. Pasé por su cuerpo sin pena ni gloria y volví muchas veces a su piel
con la impresión de haber olvidado algo en él. Tenía la sensación inequívoca de
haber perdido algo: unas llaves, unas monedas o un botón. Piazzini expulsa el humo de la boca con descaro y reproche. Porque al despertar
junto a ella, continúa, y al querer abrazarla me topaba siempre con un amasijo
de sábanas, cubrecamas y almohadas que parecían ocultar a un maniquí
o a un muerto. No respiraba. La tocaba y abría los ojos de golpe con la enérgica continuidad de un parpadeo, como si no hubiese dormido. ¿Qué has soñado?, solía
preguntarle. He soñado contigo, contestaba para luego levantarse y entrar en el
baño. La cosa va muy mal si la mujer a
la que amas sólo has podido verla desnuda a menos de diez centímetros. Piazzini
suelta una risotada de desdén. Siéntete feliz cuando se pasee desnuda a metros de ti, confiada, relajada, sin que le importe que la contemples bien. Supongo que fue ese extrañamiento, la penetración distante de esa
otredad que mediaba entre nosotros, lo que nos unió. Piazzini se
incorpora para devolverme el cigarro de kif y vuelve a tumbarse tras colocar la
almohada en vertical. Tengo la firme convicción de que un espectro solía situarse
entre ella y yo cuando paseábamos por los caminos del parque Yuyuan, un
espectro burlón, frío y contagioso que nos obligaba a callar y a
caminar bajo los árboles atemorizados por las aves
rapaces y los bichos que pudieran descolgarse de las ramas y atacarnos. Por
supuesto, ese miedo a ser heridos era una proyección sublimada. Qué otra cosa
podía ser, si no. Pásame eso. Piazzini reclama con la mano el cigarro que yo
aún no he podido probar: he estado escuchándole y, al mirar de pronto por la
ventana, he visto a un grupo de gaviotas sobre el mar que me han entretenido.
De todas formas le devuelvo el cigarro y él, al cogerlo, se levanta de la cama
y se acerca a la cómoda. Hotel barato, el Continental, a pesar de Burroughs y
Kerouac. Puede ser que en esto se cifre la perdurabilidad de las cosas,
continúa, en el hecho de que exista un vínculo, por decirlo así, tan frágil
como para estar siempre en peligro... Bueno, son cosas que se me ocurrieron al leer el
Tao Te King que ella me regaló cuando celebramos nuestro primer aniversario. Sí,
recuerdo bien esa noche: el vestido de encaje cubierto por una bufanda roja de
cachemir y el estampado de las medias que representaba a un dragón que sube por
la entrepierna. Por supuesto, yo no le regalé nada. Es más, ni siquiera recordé
que ese día era nuestro aniversario y eso pareció turbarla. Durante la cena
adquirió una leve inclinación de espalda que yo asocié a un mal gesto realizado
durante la práctica de su deporte favorito, el béisbol. Sin embargo, se trataba
de pesadumbre. Pesadumbre por mi equina estupefacción inmóvil y mi adolescencia
asumida como estado de alma. Con el cigarro en la boca, Piazzini levanta su
maleta y la coloca sobre la cómoda, ladea la cara y me mira y un mechón de pelo
le atraviesa la frente. Fue entonces cuando levantó de pronto la cabeza,
continúa, y me soltó esa pregunta: ¿Dónde te gustaría que te enterraran cuando mueras? Por un momento la miré
desconcertado; no comprendía el mecanismo que la había llevado a eso. No lo sé, contesté, y de inmediato le devolví la pelota: ¿y a ti? Sara no estaba de broma. Para
ella eso era importante. Lo noté en sus ojos: se hicieron estrechos como una
amenaza de ahogo. Yo quiero que me entierren en Tánger, sentenció y acto
seguido cogió la servilleta, la espolvoreó en el aire y la dejó caer sobre su
regazo como una manta que no pretende abrigar, sino ocultar. Piazzini abre la
maleta y busca en su interior. Caen al suelo camisas y pantalones, un cinturón.
Por fin encuentra lo que buscaba. Con sumo cuidado extrae una urna de cerámica
en cuya superficie blanca hay bordados de oro. Pues aquí está, dice, y aquí
estamos, añade levantando la cabeza y asintiendo hacia mí. Vamos a enterrarte,
concluye sorbiendo del cigarro de kif que, sin embargo, se ha apagado en su
boca entretanto.
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