04 noviembre 2008

Maniobras de escapismo III

[Fragmento HA 3B,3]
[Nota: todas las opiniones versadas y personajes son ficticios]


Los grandes maestros de ajedrez no tienen necesidad de controlar la posición de todas las piezas. Lo dijo Steiner en su ensayo. Juegan controlando los campos de fuerza, zonas concretas del tablero en las que suelen ocurrir cosas importantes. Lugares calientes donde la acción desemboca en algo concreto; puntos de inflexión. Así me hablaba un conocido de su reciente obsesión por el ajedrez.
Juego todas las noches, sólo duermo dos horas, me decía mientras comíamos sin parar y bebíamos en la sala principal. Nadie parecía haberse percatado de la destrucción de una de las obras. La gente reía, manifestaba su furor dionisíaco y yo me relajaba junto a mi compañero y sus palabras encriptadas sobre partidas imposibles de ajedrez.
Tiemblo cuando pienso en la partida entre Fisher y Spasski en Reykiavic, en el 72, ¡Ja ja!, me decía. Yo asentía pero toda mi atención estaba puesta sobre Julia y su manera de comer los embutidos, claramente lasciva y provocatoria. Pero era preciosa.
No lo era.
No me había visto. Me serví más vino y me despedí de mi amigo precisamente cuando aportaba los detalles fundamentales de la apertura siciliana y sus relaciones con la cábala judía. Entonces apareció Luca y me dijo que me había estado buscando todo el rato, que dónde había estado. En el baño, aseguré. Estás sudando, ¿Te has drogado?, dijo.
No.
Pero pecamos. Y ya no nos pudo visitar sino ocultando su majestad, sofocando su resplandor porque era Dios. Y vino como débil, no como poderoso, y te envió a ti en su lugar. Y a ti te crucificamos, insultamos y te pusimos la corona de espinas.
¡Todo el mundo al muelle de carga!, gritó una chica con un amplificador. Vestía un atractivo abrigo de piel. Lo que pudiere haber debajo, lo desconozco. Salimos en masa al muelle de carga. En el espacio central había un cubo cuyos colores iban variando del azul al gris, del gris al rojo, y así sucesivamente. No había música. En ese movimiento hacia el muelle volví a perder a Luca y me quedé, una vez más, solo. A mi alrededor todo eran caras desconocidas de ojos vidriosos que miraban con expectación el cubo. Cambiaba sus colores pero no ocurría nada decisivo. Encendí un cigarrillo (allí sí se podía fumar) y me puse a mirar a la gente, por ver si conocía a alguien, pero no.
Me equivoco: sí conocía a alguien. Al otro lado del muelle de carga, frente a mí, estaban Max Lechuga y Enrique Bauer bebiendo vino y riendo como si el mundo fuera una portada del New York Times y la noche un sueño eterno, una partida de cartas sin dinero de por medio. Y cerca de ellos estaba Julia, que ya me había visto y no me quitaba los ojos de encima, y sus ojos brillaban con inteligencia o estupidez atónita, da lo mismo; no parpadeaban. Deja de mirarme, pensé. Pero seguía mirándome y me deshojaba, me desnudaba y proyectaba toda su fuerza para que fuera hasta ella y la abrazara y besara y le metiera la lengua. Pero hacía frío y apenas podía ver nada de su cuerpo, y la odiaba, puta, la odiaba, como a mi madre que seguramente a esas horas estaría en su cama de París, con su amante o con su osito de peluche y su libro sobre el futuro de la poesía y todas esas mierdas; mi madre que me había dicho todas las verdades del mundo menos la única que importaba, que mi padre era... Y Julia seguía mirándome, ni siquiera le causaba curiosidad el cubo multicolor (El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito de permutaciones, y en alguna de esas permutaciones se dio la terrible, infame casualidad de que nos enamoramos y besamos y desnudamos; y también su contrario, no menos terrible: que nos odiamos, insultamos y vestimos). ¡Deja de mirarme ya!, pensaba, y giraba mi cabeza hacia otros rostros pero mis ojos acababan siempre sobre los de ella, o sobre los de Enrique Bauer y Max Lechuga, que ahora la miraban a ella llenos de deseo, los dos a la vez; pero ella me miraba a mí, y ese era el triángulo, esos los campos de fuerza de Steiner, la partida de ajedrez organizada en torno a un maldito cubo multicolor que era un puñetero aburrimiento de transiciones y que... ¡BUM!
¡BUMMMM!
El cubo explotó de golpe en una diáspora de fuegos y petardos, sin previo aviso. La gente se echó hacia atrás, asustada. Todos -menos los más valientes- nos tapamos las caras con las manos y así se rompió el triángulo de miradas, con esa sencillez de la serpiente que camina en el desierto, como quien quiebra una ramita en el bosque. Oh, perdón, ¿He sido yo, pobre arbolito? ¿He sido yo quien ha quebrado tu ramita? SÍ, HAS SIDO TÚ, TÚ, TÚ HAS ROTO LA OBRA DE ARTE. ¡No!, ¡No!, ¡Mentira!, ¡Yo no he sido!
Pero llego por detrás la chica del abrigo de piel, mientras la gente se recuperaba del susto y empezaba a aplaudir entusiasmada (el cubo se había desecho entre las llamas) y gritó que alguien había roto la cama con el colchón de hierba, ¡Que alguien había roto la cama con el colchón de hierba! ¡Quién ha sido?, gritaba la chica y, extrañamente, no sé por qué, otra de esas casualidades de los átomos y su manía por unificarse cuando menos conviene, me miraba a mí con ojos acusatorios, definitivos, como queriendo decir: A ti te crucificaremos, insultaremos y te pondremos la corona de espinas.


The Mary Onettes - Explosions

3 comentarios:

  1. Hola, com va tot?
    jeje t'agrada el meu blog?
    he hagut de crearlo per un trebal absurd de documentació audiovisual!
    a veure quan parlem, jo ara començare a estar plena de treballs y d'examens! :S

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  2. com q justificar el texto?
    a madrid?? a fer q???

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  3. Fantástico blog Víctor, no me había fijado la primera vez que lo vi. Cedo: el enamoramiento que te achaqué entonces era ficticio.

    Dimitri

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