01 agosto 2010

Las cosas que haremos cuando nos falte el pulgar

I Desde el bar

Le faltaba el dedo pulgar a ese tipo. Lo miré tratando de sostener su paraguas, iba con aquella muchacha delgada que solíamos ver cada mañana en el bar. Pegados, como se suele decir, el uno al otro, avanzando bajo la lluvia. Ella no estaba lo suficientemente interesada. Esas cosas se ven enseguida en la manera de apegarse y en las miradas furtivas que ella dirigía hacia la mano sin pulgar de su novio, como quién está en el circo y tristemente el circo es su propio enamorado, o como quién juega con pulgas por la calle y desde lejos no parece otra cosa que un bailarín borracho. Esas cosas. La playa a la derecha, la larga vereda del mar y los rascacielos, hoteles de cinco estrellas en los que nunca nos dejaron tomar una copa. Yo quiero tomar el café en el último piso de esos rascacielos, y llovía pero aún así la gente no se marchaba de la playa, resistía bajo las sombrillas observando los relámpagos que caían en el agua, la manera lenta que tenía la arena de desaparecer hacia el mar, cogiendo terreno, eliminando la playa, estrechando los espacios de permanencia. Pero el paseo marítimo no cambiará. Cualquier cosa hecha para el cambio no va a cambiar, son pequeños aprendizajes que certifiqué con claridad cuando vi esa mano sin pulgar, ese paraguas hortera que seguro que fue un regalo de boda, los pasos que daban, largos y espaciados como si lo importante no fuera el paseo, sino el destino, no fuera la charla, sino su final. Detesto los calcetines. Detesto demasiadas cosas, y entre las cosas que detesto, detesto detestar tantas cosas; es para volverse loco.

II Él

Cuando salieron del ascensor aún tenían el paraguas abierto. Ella, sonrojada, trataba de cogérselo, pero él insistía en cerrarlo con esa mano sin pulgar. Pero es que no puedes, déjame a mí, decía ella. Sí puedo, decía él sacando la lengua; así salieron del ascensor, como mercaderes o como mercancías, dónde está la diferencia, y me vieron y se quedaron quietos y entonces ella, que era más rápida, más lista y más espectacular -pero que sin embargo había cometido el error fatal de casarse con un tipo sin pulgar-, cerró el paraguas con su mano completa y no mutilada y me sonrió y caminó por delante, queriendo ocultar a su marido, que hacía esfuerzos por peinarse y por enseñar su cara como surgiendo por detrás de la espalda de ella: sus labios tan gruesos probablemente estaban hechos para crear lagos de lágrimas bajo la nariz cuando él llorara, sus orejas de elefante se pondrían rojas cuando él llorara, todo en él estaba concebido para ser un ser penoso del que todos nos apiadaríamos tarde o temprano, o lo que es peor, un ser al que perdonaríamos, nada más aparecer, por todas las cosas torpes que haría y diría después. Pero fue ella la que cometió la primera torpeza: entró en casa con los zapatos embarrados. No pude recibirla con dos besos. Me quedé mirando sus zapatos que acababan de manchar la moqueta y luego los zapatos de su marido, que en su ímpetu también había entrado manchando la moqueta, nuestra moqueta beige, no muy nueva, pero agradable para los inviernos duros de esa ciudad. Él alargó su mano sin pulgar, como si se tratara de una prueba, y yo no se la estreché. Los hice pasar con un gesto teatral hacia la cocina, donde se percataron del barro que dejaban tras de sí por mero contraste con la blancura de las baldosas, unas baldosas no muy nuevas, pero agradables para hacer el amor y destrozar platos o para gritar. Se disculparon a duras penas, ambos tartamudos, ambos igualmente lisiados o solo avergonzados. No importa, les dije, ya lo arreglará la señora mañana; y les entregué un paño para que se limpiaran y él quiso cogerlo pero ella se lo arrebató antes y limpió sus zapatos y los suyos, los de él, para luego dejar el paño en la repisa y mostrar una gran sonrisa de persona humillada, como si los patetismos se contagiaran como se contagian las maneras de tocar un blues o los estribillos melancólicamente trillados de Bryan Adams, el cual sonaba de fondo desde en el salón, allí donde mi hijo y mi mujer nos aguardaban no expectantes, más bien aburridos de las chimeneas y las cortinas, de la comodidad adormilada de nuestros sofás, unos sofás no muy nuevos, pero agradables para estar aburrido, para llorar, para llorar todo el tiempo porque sí o porque las cartas tardan siempre lo que tarda el cartero en traerlas y no lo que tarda el remitente en escribirlas.

III El Niño

Me acuerdo de cuando prometieron comprarme más piezas de construcción, me acuerdo, vaya si me acuerdo y no las compraron, no sé qué voy a hacer con estas, ya lo he construido todo, por ejemplo un autobús, pero no puedo hacer un autobús más grande si no tengo más piezas y además me faltan ruedas y prometieron comprármelas. Con esta luz no veo nada y casi no puedo construir nada. Si abrieran las cortinas, si abrieran, papá o mamá, las cortinas; se dice abrir o correr, descorrer creo que se dice, sí, si las descorrieran yo vería mejor, ya vienen los invitados qué pesados, aún no he terminado, si las descorrieran ya habría terminado de construir pero tienen que dejarlas así corridas porque seguro que no se atreven a decirles a los invitados que a una ventana le falta el cristal, seguro que no, me apuesto lo que sea a que están callados hasta que alguien diga que tiene frío. Entonces se pondrán con la chimenea y con las estufas pero no, no dirán nada de la ventana sin cristal y me mirarán para que yo tampoco diga nada, pero quién es ese hombre tan raro y tan rojo, quién es. Hola, saluda a los invitados, me dice mamá y yo doy dos besos a la chica, la recuerdo y antes me parecía más linda y el hombre se acerca a mi y me enseña su mano y yo voy a darle la mía, como hacen los mayores, y entonces me doy cuenta de que le falta un dedo y me asusto y quito mi mano y lo miro y pienso que es un monstruo o algo así, con esas orejas, con esos labios de dibujos animados, es un monstruo este hombre, un monstruo, pienso. ¿No le das la mano?, dice mamá, y el monstruo se queda con la mano estirada hacia mí con cuatro dedos y algo que falta y que se mueve como si quisiera salir por arriba y yo digo que no y hago ver que juego con las piezas pero si me hubieran comprado más piezas podría hacer ver que juego con ellas pero no tengo piezas y entonces hago ver que estoy jugando yo solo y me escondo detrás de la cortina y detrás de la cortina hace frío pero no me ven, hace frío, está la ventana rota, apuesto a que aquí no me vienen a buscar. No se atreverán a decirles a los invitados y al monstruo que una de las ventanas está rota, apuesto a que aquí no vendrán a buscarme.

(continuará)

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