30 enero 2011

Gibson Dream


El grupo The Scimitars acababa de comprar una furgoneta de segunda mano. El trueque con los gitanos del Arrabal fue fallido. La dirección tenía problemas y el motor perdía aceite. Aún así la utilizaron para llegar hasta el escenario de su primer concierto: un pequeño bar de Salamanca conocido como El Esperpento. Días antes los encargado del bar habían colgado carteles por la ciudad con un extraño título:

Nanoconcierto de The Scimitars
La mejor música invisible
de lo minúsculo.


Para el nanoconcierto los miembros del grupo tocarían sus nuevas canciones en instrumentos de tamaño minúsculo mediante el uso de un láser. Borja Aguiló, cantante y compositor del grupo, tendría entre sus manos, entre sus dedos (pero ni siquiera entre sus dedos), por decirlo así, una reproducción nanométrica de una guitarra Gibson Flying V con seis cuerdas de silicio con un espesor de 100 nanómetros (10−7 metros) y de 6 a 12 micrómetros de largo. La luz de un láser debidamente calibrado haría oscilar las cuerdas produciendo vibraciones 17 octavas más altas que las de una guitarra de tamaño normal (130.000 veces más agudas). David Escanilla, el bajista del grupo, tocaría un bajo Jean Ritter Seal, bañado en oro, con las mismas características que la guitarra. Para la batería, un elemento más complejo, Kaos, el tercer miembro del grupo, tocaría un instrumento vagamente parecido a una batería que, mediante la presión ejercida por un MFA (Microscopio de fuerza atómica) de cabezal múltiple, reproduciría los golpes como sonidos de tambores (compuesto orgánico) y platillos (compuesto metálico). El concierto, por supuesto, sería únicamente instrumental, debido a la imposibilidad de recrear cuerdas vocales nanométricas de manera satisfactoria.

El público estaba expectante. Como solía ocurrir en ese bar, no todos habían pedido algo para beber. Se oía, aún así, un tintineo de copas sin ritmo, otro preámbulo minúsculo de lo más pequeño aún. En el centro, The Scimitars estaban sentados alrededor de un sofisticado equipo prestado por la Universidad de Salamanca ®, a la espera de que empezara el concierto. Se miraban entre sí, concentrados. Los pensamientos del público se hacían pequeños. Allí uno ya no podía pensar en términos de meses o años, ni siquiera de días o momentos. Cada pensamiento procuraba ser también nanométrico, un relámpago que componía una sensación vaga, inapreciable, razonamientos extremos que, por su pequeñez, contenían algo de verdad. De esta manera la gente estaba callada y sólo se oía el tintineo de copas y un fru fru de ropas que se cruzan y electrizan, rozándose. Las bocas estaban cerradas, como si eso pudiese amplificar la capacidad de oír. Los cuerpos, tensos, se entregaban a una relajación parecida al sueño en una cama de matrimonio, del salvajismo sexual a una domesticidad paralizante y póstuma.

Empezó el concierto con un gesto de la mano del líder. Luego apoyó las manos en el regazo. Lo mismo hicieron sus compañeros. De manera que no había contacto entre el músico y su instrumento. Sin embargo, los láseres empezaron a actuar. Al hacer vibrar las cuerdas de los instrumentos nanométricos crearon patrones de interferencia con la luz reflejada que, convertidos electrónicamente, sonaron en forma de notas audibles por el oído humano. La sorpresa y el revuelo no se produjeron inmediatamente. Hizo falta que sonaran algunos sonidos de la melodía para que empezara la extrañeza. Por los altavoces no se escuchó ninguna pieza exquisita, post-rock o progresiva, sino una melodía simple, casi infantil, acompañada por remotos golpes de una batería desvencijada. Esa melodía, según pudieron identificar algunos de los presentes familiarizados con la música popular, se trataba de una canción infantil catalana conocida como El gegant del pi, cuya letra dice así:

El gegant del pi
ara balla ara balla,
el gegant del pi
ara balla pel camí.

Los miembros del grupo se mantuvieron en su sitio, estáticos, con las manos en el regazo, y cuando terminó la canción se inclinaron a modo de reverencia. El concierto había terminado. La complejidad tecnológica del mismo no permitía más. El público se arrancó en un tenue aplauso, casi cómico, que poco a poco fue creciendo en intensidad, como si en la asimilación de lo ocurrido estuviera la duda de un engaño, una broma fatal. Lo que impulsó el aplauso hacia arriba no fue ni la canción y ni la actitud solemne del grupo, sino la cantidad de dispositivos tecnológicos que había en el escenario: hicieron pensar a las mentes simples que, en verdad, lo que acababan de escuchar, una pieza popular para niños, había sido producto de la más difícil de las técnicas. Fue sólo el principio de una larga cadena de sucesos que tuvieron lugar en el siglo XXI, y que llevaron a elevar a la tecnología a la categoría de religión en poco tiempo, por la pura incomprensión de su proceso, la devoción por lo inasible, ese absurdo, casi mágico, que ocurre cuando hablamos de lo cuántico.



5 comentarios:

  1. Una ficción genial. Bienvenido al mundo de la hibridación, de lo post y lo póstumo. ¡El gegant del pi!

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  2. [...] la devoción por lo inasible, ese absurdo, casi mágico, que ocurre cuando hablamos de lo cuántico.

    Final soberbio.
    Toda mi admiración.

    Un abrazo.

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  3. Hola a los tres y gracias por los nanocomentarios :). Las nanoguitarras en realidad son uno de los primeros pasos para la investigación en otras áreas más útiles, como la electrónica o las telecomunicaciones. Se trata de hacer más pequeño y rápido todo, tan pequeño que ni siquiera podamos romperlo cuando se estropee, porque no sabremos dónde está. Esas cosas. Estoy muy resfriado, un abrazo!

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  4. Siento que estés enfermo Balcells. No está mal el texto. Estoy de acuerdo con, Silvia, en que tiene un gran final. Me he reído un rato. Gracias.
    Por cierto, blogger es un asco a la hora de hacer comentarios. Ya no me acepta como rhinslumber. Fatal.

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