03 enero 2011

Mis lecturas favoritas de 2010


Estaba en la cola. Había encontrado por fin el libro que llevaba tanto tiempo buscado. También había estado enamorado en el pasado de la cajera de la librería. Ahora no me gustaba como antes, siempre se había comportado conmigo como una cajera y yo siempre me había comportado con ella como un cliente. No era socio del club para recibir descuentos. Nada en mi aspecto podía generar simpatía. Ella me ponía nervioso. Le entregué el libro y cuando me dijo el precio abrí el monedero con torpeza. Se cayeron al suelo algunas monedas. Perdón, le dije, y me agaché para recogerlas. Entonces vi en el suelo unas pequeñas gotas de sangre seca que se extendían en hilera hacia el interior de la librería. Pagué y no salí. Seguí el rastro. Aquello era extraño. Las gotas se sangre se detenían justo frente a la estantería de literatura eslava. Ferdydurke, de Gombrowicz, era el libro señalado: en el lomo se veía un rastro de sangre. Lo cogí y vi que había una página marcada. Con lápiz alguien había marcado lo siguiente:

¿No ocurre acaso que cualquier llamada telefónica o cualquier mosca puede distraer al lector de la lectura justamente en ese supremo momento en que todas las partes y tramas se juntan en la unidad de la solución final? ¿Y si en ese momento entrase, digamos, su hermano y dijese algo? La noble labor del escritor se echa a perder a causa de una mosca, un hermano o un teléfono.

Esa era la pista que habían dejado para mí. No sé si la habían dejado para mí, pero yo creí que la habían dejado para mí. Hacía falta inteligencia. Yo no la tenía, pero sí tenía paciencia y bastante memoria. Recordé que en el mes de septiembre, en un bar, alguien me recomendó un libro: Blanco Nocturno, de Ricardo Piglia. Recuerdo que estuve leyéndolo durante todo el día. Un libro de suspense. Un asesinato en provincias, oscuras relaciones entre los personajes. Recuerdo también que, precisamente cuando más absorto estaba, mi padre me gritó que saliera a pasear al perro. Tuve que dejar el libro en un punto culminante. Esa era mi pista. Acudí a la sección de Literatura Hispanoamericana y no me sorprendí cuando vi que uno de los ejemplares del libro (había muchos, acababan de sacar la segunda edición), también estaba marcado con una gota de sangre en el lomo. Lo cogí y vi que tenía una página señalada:

- Mi madre dice que leer es pensar -dijo Sofía-. No es que leemos y luego pensamos, sino que pensamos algo y lo leemos en un libro que parece escrito por nosotros pero que no ha sido escrito por nosotros, sino que alguien en otro país, en otro lugar, en el pasado, lo ha escrito con un pensamiento todavía no pensado, hasta que por azar, siempre por azar, descubrimos el libro donde está clara mente expresado lo que había estado, confusamente, no pensado aún por nosotros.

Esa clase de cosas ocurren a menudo, por lo menos a mí. Parece que siempre leo algunos libros justo cuando es necesario que los lea, cuando tienen la respuesta a un enigma que es confuso para mí, y que requiere de una respuesta inmediata. Mi amigos dicen que, en realidad, sólo me fijo en aquello que me interesa, y por eso creo que cada libro me está dando respuestas, igual que otros creen que todas las canciones hablan de ellos. Pero recuerdo que tuve esa sensación con especial intensidad mientras leía Pasenow o el romanticismo, de Hermann Broch. No sabría bien decir por qué. Pasenow pugna consigo mismo entre asentarse en su carrera militar y casarse con la dulce Elisabeth, o bien llevar una vida de lujuria desordenada con Ruzena, una puta barata. Me acerqué a la estantería dedicada a Literatura Alemana y, efectivamente, el libro de Broch, un único ejemplar, estaba marcado. Al abrirlo leí:

...Y cuando Joachim transitaba por estas calles, no sólo escrutaba las fachadas de las casas como si quisiera descubrir qué oficinas se ocultaban tras ellas, sino que miraba también a esos tipos de civil por debajo de sus sombreros, como si fueran mujeres. Él mismo se sorprendía a veces de esto, pues apenas sabía que intentaba averiguar en sus rostros si eran seres de una especie distinta y si tenían unas características que Bertrand, su amigo, había podido ya asimilar, pero que todavía mantenía ocultas. Sí, el hermetismo de estos seres era tan grande que ni siquiera necesitaban barba para esconderse tras ella.

Ya no estaba claro si ese recorrido me conduciría a la fuente de un crimen, o si se trataba de un repaso de mis lecturas favoritas de los últimos años. Pero estaba claro que el asesino me conocía, y quizá esa misma sangre era un anticipo de la sangre que derramaría cuando yo fuera a parar a sus manos. Las claves eran simples. No tenía que pensar mucho para ir de un lado a otro de la librería encontrando nuevos fragmentos que me conducían a otros fragmentos. Alguien de la sección de poesía me miró. Empezaban a sospechar que yo no estaba allí para comprar libros, a pesar de que llevaba entre las manos una bolsa de la propia librería con una reciente adquisición. El fragmento de Broch me hizo pensar en un cuento incluido en Cuentos Reunidos de Paul Bowles. Se titula Junto al agua. Habla de un hombre que llega a una ciudad extranjera. Sus primos no han venido a recogerle y es de noche. El lugar le resulta hostil, la gente hermética. Decide refugiarse en unos baños públicos, repletos de personas fumando kif que lo observan como si fuese un intruso. El dueño de los baños es una especie de enano sin brazos ni piernas que trata de amenazar al protagonista. Éste, aterrorizado, lanza al enano al agua y huye. El enano sin brazos ni piernas flotan en vano, ahogándose. Este es el fragmento que alguien había marcado para mí:

- Pero, ¡Sidi! No me dejan entrar en la gran sala. Tengo que quedarme a la entrada, y muestro el camino del baño a los señores. Luego vuelvo a la entrada. No puedo ir a despertarte.
- Dormiré cerca de la entrada. Allí hace más calor, de todas formas.

El fragmento era demasiado corto para tener un sentido claro. Me dirigí, sin embargo, hacia los baños de la librería. No pude abrir la puerta. Hacía falta una llave. Se la pedí a una dependienta. Ella me dio la llave recelosa, llevaba un tiempo observándome deambular por la librería. Junto al retrete de hombres había un libro de Lawrence Durrel, Balthazar. Efectivamente, muchas páginas de ese libro las leí sentado en un retrete. La página marcada decía así:

¿Debo revisar mis experiencias para llegar al corazón de la verdad? "La verdad no tiene razón -escribe Pursewarden-. La verdad es una mujer. Por eso es enigmática. De las mujeres, lo más que se puede decir, a menos de ser francés, es que son animales socavadores".

El fragmento me estaba diciendo lo que, por lo demás, ahora me resultaba completamente razonable: que había pasado algo por alto en mi recorrido. Sólo me había fijado en las páginas marcadas y había ido de un libro a otro. Pero nada indicaba que yo no me hubiera saltado uno de los pasos, un paso quizá revelador de la verdad del origen y destino de esa sangre. Observé, al levantar la tapa del váter, que alguien había tirado recientemente de la cadena, y que en el recipiente aún quedaba algo que flotaba: lo que quedaba de una compresa sangrienta. Sí, la verdad es una mujer, me dije, entendiendo la broma, y salí del baño con paso decidido, pensando ya en volver a casa.

Estaba tan absorto en su pensamiento que no se fijó en el dedo amputado que alguien había dejado en el suelo, junto a la puerta, señalando con convicción la sección de poesía.

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