A Gaizka Ramón
Dime si entre el lujo y el desecho hay una bestezuela que nos mira hurgándose la nariz. Porque de ser así montaremos un pequeño Zoo ambulante y bailaremos las canciones de Standstill como si estuviésemos aún en los brazos de nuestra madre. Ahora que he enfermado es el momento de explicar la historia paralela de mis dos primeras publicaciones.
- Fuera de aquí -me dijo un hombre al verme-. ¿Quién eres tú?
- Yo soy...
Ah, pájaros aficionados a las alambradas, prometeicos seres de la electrificación, vuestro balanceo es mi diapasón. Últimamente me he aficionado mucho a la música de Kurt Vile porque se parece mucho -él, la persona, el cantante- a un amigo mío. Se parece tanto que pienso que mi amigo es el mismísimo Kurt Vile, que se ha infiltrado entre nosotros y se hace pasar por estudiante de filología hispánica. Los profesores encienden antorchas en las clases de literatura realista y hablan de Galdós.
El hombre me expulsó de su asiento y me quedé de pie en la redacción del periódico El Póstumo, el más leído de Catalunya. En el periódico El Póstumo los redactores juegan a canicas en el área de descanso y fuman cigarrillos largos de Vogue y te miran como agentes de inmigración, esperando que abandones, que te marches pronto y sin papeles. Me quedé de pie en medio de la redacción y le pregunté a mi jefa dónde podía sentarme. Ella miró alrededor angustiada y dijo: no hay sitio. ¿No puedo sentarme?, pregunté. Bueno, sí, dijo ella, siéntate allí. Y señaló el espacio reservado a la recepción del periódico. Me senté detrás de una tarima y me conecté esperando a que alguien me dijera qué hacer.
Se abrió la puerta del ascensor y un redactor me señaló y me dijo: mozo, tráeme un café. No, no, empecé, yo también soy redactor. Un café, me repitió, a la sección de economía. La bomba: Gas Natural pagará 1350 millones de euros a Sonatrach; los gasoductos y las plantas de ciclo combinado. Llegó un mensajero y me dijo: secretario, entrega estos libros a la sección de cultura.
Yo no soy el recepcionista, dije. Y yo no soy el mensajero, dijo el tipo, sólo soy alguien disfrazado de mensajero, no te fastidia. Dejó sobre mi mesa un paquete en el que estaba escrito: Editorial Boliche.
Hace diez meses publiqué mi primer libro en la editorial Boliche. Hicimos una fiesta y vendimos seis libros. Luego hicimos otra fiesta más, hicimos muchas fiestas y el número de ventas fue inversamente proporcional al número de fiestas, y acabamos enarbolados sobre la estatua de Unamuno diciendo que el cometido del verdadero escritor es ser veraz y honrado consigo mismo y virtuoso y que si el escritor siente respeto por propia mano no leerá más libros que los que él mismo escriba, la relectura ficcional de uno mismo se convertirá en tautología carcelaria.
Ese era yo, un becario del periódico El Póstumo, ahora sentado como recepcionista y con un paquete de mi propia editorial sobre la mesa. Abrí el paquete y vi que contenía una nota del editor:
Agradecidamente les agradezco que reseñen este libro de Víctor W. Balcells, superventas en el barrio de Chueca porque él aceptó salir desnudo en la portada. No duden en hacer una crítica de este libro que seguramente encenderá su espíritu más poligonero. Firmado: Constantin Lopovich, Editor de Boliche.
Me acerqué a la sección de cultura y entregué el paquete. ¿Qué es esto?, me preguntó Pepe Morrot, jefe de cultura. Un paquete de la editorial Boliche para que hagáis una reseña, dije. Morrot cogió uno de los libros, en cuya portada aparecía yo desnudo. Miró con detenimiento la portada y luego me miró a mí. Pensó. Te han retocado con photoshop, concluyó, tú no eres tan musculoso. Bueno, dije, pero el libro le gustará.
- ¿Eres el nuevo recepcionista?
- No.
- Pero podrías serlo.
- Pero no lo soy.
Como sustantivos, podríamos brindar adjetivándonos, pero yo no era el recepcionista, sino el nuevo redactor de la sección de ciencia, le expliqué a Morrot. Como no había sitio en la sección, me han sentado aquí y me han abandonado a la vida uniforme del recepcionista: pero sé escribir, como ve tengo un libro, y también tengo ideas para escribir en la sección de cultura, créame, señor Morrot, ¿puedo escribir en su sección?
Escribe un texto y enséñamelo, contestó Morrot. Ah, primer predicado benevolente, cristiana dulzura corazona; latencia.
Volví a mi sitio de recepcionista falso y desde allí vi como Morrot miraba y leía algún capítulo de mi libro y crucé los dedos para que publicara una reseña y pensé en escribir un artículo espectacular para la sección de cultura de El Póstumo. A pesar de las continuas llamadas en la centralita y de los requerimientos cafetales de los redactores, esbocé la trama limpia de un artículo sobre la vida falsa de Kurt Vile.
Kurt Vile, cantautor americano, en realidad no es americano, sino vasco, y vive y estudia en Salamanca, donde ha aprobado dos asignaturas de momento. No tiene 30, sino 20 años y le gusta fumar hasta alcanzar lo que él denomina estados de espumosa escaramuza. Él se hace pasar por un sencillo joven con carpeta, se hace llamar Gaizka Ramón y oculta a todo el mundo que es el célebre Kurt Vile en persona, que de sus manos salió la partitura genial de la canción Baby's Arms. Se ha inventado una vida falsa y una novia falsa, hace preguntas raras todo el tiempo para que nadie le pregunte nada y su acento americano sucumbe y luce y cuelga, doblándose, en la hipnótica impostura del que habla como una página impresa. [...]
Acabé el artículo y se lo presenté a Morrot. Lo leyó y luego me miró sorprendido: No, tú no eres recepcionista. Bien: aplaudí dentro de mí. Lo publicaremos mañana, aseguró. Luego miré la caja de la editorial Boliche suplicante. De tu libro ya hablaremos, dijo girándose y dándome la espalda. Una victoria por una derrota, quizá, pero eso aseguró mi camino triunfal hacia la sección de ciencia del periódico: me planté frente a mi jefa y le dije: exijo que se me respete y que se me prepare un ordenador y una silla para trabajar en vuestra sección ahora que ya he publicado en cultura. Ella me miró: Y yo exijo que se acabe el día y, mira, no se acaba.
Regresé a mi puesto de recepcionista, frustrado pero victorioso; al menos había conseguido publicar un artículo. 500 caracteres de la prosa más veraz y elocuente.
Se terminó la jornada y volví a casa por el urbanismo cuadrado de la ciudad, deteniéndome en cada escaparate para mirarme en el reflejo. Al llegar a casa mi familia me dijo: pasea al perro. Lo dijeron al unísono, coralmente, no poliédricos. Amarré a mi perro y dimos vueltas a la manzana, cinco vueltas, olfateando y mirando en zafarrancho a las chicas veraniegas de las terrazas, tan escotales. Mi perro cagó en dos ocasiones el producto de sus insidias. Yo lo recogí y lo lancé al contenedor. Y dormí cinco horas y aguardé con impaciencia la llegada del amanecer, tumbado en mi cama, escuchando piezas melancólicas de Kurt Vile que hablaban de la fiebre que sintió Jesús antes, durante y después de la crucifixión. Me escruté la ignota raíz de mi cabello y salí hacia la redacción de El Póstumo a primera hora de la mañana, ansioso por ver la publicación de mi artículo. 500 caracteres de montaje colosal del cielo. La prosa, sin flancos secos, sin paredes de celda o resquicio de sepulcro removido. Orgulloso entré y me planté frente a mi jefa: ¿Hoy tengo sitio en vuestra sección?, le pregunté. Ella miró a su alrededor y contestó que no había sitio para mí. ¿Vuelvo a la recepción?, pregunté. Miró más allá, oceánicamente, y dijo que esta vez también estaba ocupada la recepción. ¿Entonces dónde me siento? Y sin temor de infamia, dijo: Hoy no podrás sentarte, no hay sillas.
Llorad la tristeza del retrete. Así, sin un sitio en mi propia redacción, me acerqué a un montoncito colinero de periódicos y lo abrí en busca de mi artículo. No lo encontré. Volví a mirar y por fin vi, en una esquina, un despiece de minúsculo cuyo título era Kurt Vile no existe.
Según fuentes fiables el famoso cantante Kurt Vile no existe como tal. Se trata de un estudiante de la Universidad de Salamanca que se hace llamar Gaizka Ramón. Él es la verdadera identidad de Kurt Vile. Un juego más de imposturas al que nos tienen aficionados los artistas de segunda para hacerse famosos. Fin.
Me acerqué hasta Morrot con la queja en la boca. Él se balanceaba diletante en su silla, quizá para darme envidia. Señor Morrot, este no es el artículo que yo escribí, dije. Él no contestó. Exijo una aclaración, insistí, ¿Por qué habéis desfigurado mi artículo? Alfabeto gélido, a ras de suelo, eso fue su silencio. Escucharemos canciones pop para consolarnos y la calavera de nuestros huesos cerrará sus pómulos con rabia. Contésteme, señor Morrot. Él hizo girar su silla rotatoria, lenta rotación como el jadeo disperso de una roca; campo. Estimado becario, dijo, ayer tuvimos que escribir una reseña de última hora sobre la cantante de Ópera Montseny Felina y tuvimos que reducir tu artículo: lo siento.
Manifestación de disculpa, eterno retorno de la cerilla consumada; bien. Casi lloro pero me mantuve firme, de pie: todos los demás sentados y algunos empezando a mirarme con disgusto. Pero era un buen artículo... dije, esbocé, línea vocal triste sobre un papel. Morrot quiso consolarme, en un gesto que yo siempre le agradeceré: Escucha, siento haberte reducido a un despiece. Para compensarlo, dijo, por qué no coges algún libro de la mesa que hemos preparado.
- ¿Qué mesa?
- La mesa de libros que rechazamos y no nos interesan. Pero eso no quiere decir que sean malos libros. Coge los que quieras y disfruta de ellos.
Señaló un lugar apartado y pesebril, donde un montoncito de libros esperaban huérfanos y rechazados por el periódico El Póstumo. Acumulados como el barro pensativo de las ensenadas sin agua. Escritos para ser sustento de la última estantería, columnata de huesos, los libros esperaban. Me acerqué y con espanto vi que todos los libros de la editorial Boliche estaban allí. Incluido mi libro. Desechado, basura, perro de Shackleton. Durante la doble mutilación de mis esperanzas sonó en mi cabeza una canción de Nick Cave. Pensé en tatuarme a lo largo de todo el brazo las letras Nick Cave, asimiladas a un nombre. No mi nombre, Víctor W. Balcells, que pertenece a resquicio de una bisagra, o mi ascenso, que es imposible; el aterrorizado pato que grita en el estanque. Cogí mi propio libro y abandoné el periódico El Póstumo, en cuya superficie no hubo ni una sola silla en la que pudiese sentarme. Antes me guardé en el bolsillo la estrecha publicación del artículo de Kurt Vile, mi segunda publicación.
Caminé por el empedrado con dos publicaciones en el bolsillo. Se hizo la ciudad más ciudad por la insistencia de las sirenas y el grito funambulista del taxista. Desde los bancos del parque las parejas expandieron su ruptura sobre mis pasos y el aire, contaminado, apresuró la muerte prematura de la hemoglobina bombeada. Entré en casa. Mi familia señaló a mi perro y dijo: paséalo. Cogí las riendas, el cinto, y salí con el perro otra vez a la calle y di tres vueltas a la manzana. Los senos ajenos eran balanzas, la medida de mi tristeza estaba en el pezón violeta y lúbrico del muestrario veraniego. Absoluta nostalgia del absoluto. Mi perro olfateó el árbol y tomó la decisión de defecar. Me llevé la mano al bolsillo y comprendí que había olvidado en casa las bolsas de supermercado para recoger los desechos de la mascota. Recogí la mierda con el papel de periódico que testimoniaba mi segunda y minúscula publicación, mezclando materia viva y creación deforme, Kurt Vile falso, y lo tiré a la basura. Seguimos caminando. En la terraza de un bar una camarera voluptuosa estrujó la cafetera, viaje hacia fuera del grano licuefacto; andrógino. El perro feliz se preguntaba por qué dábamos tantas vueltas a la manzana, por qué la observación del palíndromo de las farolas; o bien los ojos fijos en el particular arrastrarse de una escoba, como expresando el deseo pintor, frustrado, de su dueña. Yo sólo esperaba a que él, el perro, tomara una segunda decisión dura. El producto intestinal decidió salir en la esquina Viladomat-Provenza, y para su recolección utilicé mi primer libro, sus páginas centrales, metáfora de la reconversión perfecta de mi pasado industrial como escritor. Así volví a casa: ya sin nada en los bolsillos. Silbando por cada violación de la gravitación universal; la ensenada escoticia al fondo, el alfiler en el punto flaco del montículo de un torso; la exhumación. Bueno, habrá que empezar de nuevo; y ya veremos qué pasa cuando seamos nosotros los jinetes de uno de los elefantes de Aníbal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario