Vera, en cambio, era joven y arisca. Cuando la vio por primera vez, un viernes por la tarde, veinticuatro horas antes de entrar en la cocaína, estaba sola, hablando por un teléfono inalámbrico que sostenía entre la mejilla y el hombro, dando zancadas enérgicas del otro lado de la vidriera del negocio en el que trabajaba. Un animal, pensó Rímini: un animal preso en una jaula de vidrio, recién robado de una selva a la que nunca volvería, tratando de respirar un aire extranjero. Se acercó a la vidriera, fingió desear una repugnante pulsera de caracoles y estuvo contemplándola unos minutos con la punta de la nariz pegada contra el cristal, mientras su profética imaginación iba encadenando las fases de una escena completamente imposible: él, Rímini, humillado de antemano, entrando al local, moviéndose con torpeza en esos diez metros cuadrados de alfombra, lámparas dicroicas y estantes de falso mármol, rumiando las primeras palabras que diría y casi en un ataque de pánico, como un ajedrecista mal preparado, luchando por prever las que ella le contestaría, todo para llegar por fin al consuelo de un diálogo trivial y una transacción insensata, al cabo de lo cual la chica volvería a marcar el mismo número con el que discutía antes y Rímini se desvanecería como una exhalación, con los bolsillos empobrecidos y un sobrecito de repugnante papel dorado con el premio de su osadía en la mano, el anilo de rodocrosita, o el amuleto de ónix, o la clave de sol de peltre que un mendigo con olfato encontraría más tarde al explorar la basura de la galería.
El pasado, Alan Pauls
P.D. Aunque parezca mentira, el de la foto no soy yo, sino mi padre en 1976 junto a mi madre, cuando se querían.
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