23 abril 2008

La Plenitude

Después de pincharnos íbamos a la playa. Y nos desnudábamos a través de lo imperecedero entrando en la arena. Y Ricardo Iglesias ya le echaba el ojo a alguna jovencita, y decía a esta me la como, mira qué pecho; tú debes de ser una de esas que se pone morena sólo con el alba. Aquella tarde dejamos la toalla cerca del espigón, donde los erizos se clavan y las parejas se abandonan, donde la penetración y el pescador aburrido, con el transistor antiguo y la caña, con el arrepentimiento de no haber hecho nada en la vida y la rabia: porque ella tampoco hizo nada por nosotros. Pero no estábamos allí por el pescador, ni por el peligro de las rocas, ni para buscar pechinas; no. Estábamos en el espigón por causa de una furcia que se había despelotado y a la que Ricardo Iglesias no le quitaba el ojo. ¡Qué hago, qué hago! me decía, ¿le recito un poema? No: su desnudez es demasiado pervertida. Se peinaba y encendía cigarrillo tras cigarrillo. Estaba tan pesado que decidí dejarlo allí y darme un baño. Entonces yo era feo, y cuando digo feo quiero decir de formas irregulares. Entré en el agua. Caliente como una sangre o una noche voraz en la discoteca. Decidí ir hasta la boya. De vez en cuando, entre brazada y brazada, me giraba y veía a Ricardo Iglesias caminando alrededor de la chica. Sudaba con sus gafas de sol de motorista y fumaba sin parar, con ese bañador demasiado estrecho entre las piernas. Le odiaba. Cada brazada era un puñetazo contra Ricardo Iglesias, hacia la boya, porque la diferencia entre vosotros y yo es que yo jamás me guardo fuerzas para la vuelta. Cada vez más lejos me giraba, y entonces Ricardo Iglesias ya la abordaba y se fijaba en sus pechos, preguntándose si cabrían perfectamente en su mano, o diciendo alguna idiotez de las suyas para parecer interesante. Llegué hasta la boya. Me abracé a ella y recordé aquella noche de amor loco, l'amour fou, con la gorda de mi vecina. Porque yo era feo, y cuando digo feo quiero decir sincero. Las medusas me rodearon sin que yo me diera cuenta. Me quedé pegado a la boya, asustado. Eran transparentes y violetas: como el neón y la droga el mar era una fiesta. Pero yo no comprendía su música. Allí, abrazado a la boya y a lo lejos Ricardo Iglesias revolcándose por la arena con la chica, metiéndole la lengua hasta el fondo. Allí, yo, solo, con las medusas y Ricardo Iglesias revolcándose por la arena, como las croquetas: que todo amor repentino se fríe en un instante y lo hermoso es lo que más duele. Las medusas desfilaban, como putas en busca de clientes, a mi alrededor, mostrándome sus colores. No tuve miedo, abrazado a la boya. Sólo hice lo único que se puede hacer, lo único que admite esta vida de ruido y polvo, esta vida, este vals vienés por los jardines de Hungría, de perversión y escoria, a lo lejos Ricardo Iglesias eyaculaba dentro, el grito, esta vida, lo único que admite, eso hice: Me sujeté con fuerza a la boya, tensé los músculos enloquecido y la besé. Besé a la boya hasta desgarrarme los labios. Y las medusas alrededor con sus escotes y su ropa interior violeta. La besé. Porque yo soy feo, y cuando digo feo quiero decir que cuando hablo, lo hago en nombre de todos nosotros.


Embrace - Make it last

2 comentarios:

  1. Tomo notas, indistintamente, con un bolígrafo o con un lápiz colocados junto al ordenador, sobre un cuaderno escolar, de rayas. Al lápiz hay que sacarle punta de vez en cuando, lo que constituye una actividad artesanal que sirve también para la reflexión. Pero la diferencia más notable entre él y el bolígrafo es su modo de perecer. El bolígrafo no cambia de apariencia ni siquiera cuando se encuentra en las últimas. Y deja un cadáver tan curioso que nadie diría que está muerto si no fuera porque no pinta nada ya, aunque resucite a veces de improviso y trace un par de líneas, incluso un párrafo, antes de volver a expirar. La gente se resiste a desprenderse de los bolígrafos vacíos porque continúan como nuevos. Sólo se consumen por dentro, en fin, y siempre se acaban a traición, como el butano. El lápiz, en cambio, agoniza por dentro y por fuera a la vez, y deja un cadáver mínimo, un detrito del que uno se deshace sin ningún sentimiento de culpa. Punto y aparte.
    La naturaleza presenta casos semejantes al del bolígrafo. Ahí está el caracol, que envejece sin una sola arruga exterior, sin un fruncido. Y no hay que sacarle punta cada poco: él mismo, mientras vive, asoma los cuernos al sol, caracol quiscol, y una vez muerto, si te encuentras la concha en un tiesto o en el agujero de un árbol, la guardas en el bolsillo y al llegar a casa la colocas junto a los bolígrafos difuntos. Tenemos una pasión curiosa por la cáscara, de ahí la afición a las cajas, sobre todo a las cajas fuertes. Hay personas que coleccionan pastilleros vacíos, que viene a ser lo mismo que guardar bolígrafos sin tinta, con los que sólo se pueden escribir poemas inexistentes, que muchas veces son los mejores.
    Pese a todo, tal vez sea más digna la actitud existencial del lápiz que la del bolígrafo, la de la babosa que la del caracol, aunque no dejen cáscara para los arqueólogos. Conviene sacarse punta cada mañana, pese al espanto de ver cómo se agota uno. Lo complicado de sacarse punta es saber cuánto te tienes que afilar para escribir lo suficientemente claro sin romperte antes de que hayas acabado la novela o la vida. Pero eso constituye un ejercicio de conciencia, y quizá de consciencia, bastante saludable. Ánimo.

    Sé que lo leeras. Contáctame para decirte una cosa que habia pensado para el día 8 y el 13. Saludos caballero sin caballo.

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  2. Fantástico. Este fue uno de los textos que más me gustó de tu lectura que, por cierto, fue muy divertida. Felicidades.

    Un abrazo.

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