15 agosto 2010

Crecimiento de las plantas


Cuando se movía por el jardín tenía la sensación de ser otra persona. Podaba y plantaba. Por un lado crecía la hiedra que tan poco le gustaba a Lucía y por el otro lado había cemento y un gato blanco tumbado al que acariciaba de vez en cuando, si es que el gato lo permitía, porque a veces el gato se escabullía, parecía no reconocerlo, lo rechazaba como se descartan las cartas de una baraja y seguía solo por el sendero de piedras hacia el cenador, donde daba el sol. Sería injusto decir que Lucía estaba allí cuando estaba detrás de las ventanas, mirándolo trabajar con las plantas. Porque estando allí, y aún mirándolo con sus ojos, siguiendo cada uno de sus movimientos de manos, las inclinaciones del cuerpo, no pensaba en él. En la última primavera la hiedra había alcanzado los cimientos de la casa y ahora subía por las paredes de ladrillo rojo. Antes había envuelto al roble y al limonero y la dirección de su crecimiento había sido imprevisible, tan lento y por eso mismo poderoso y él ahora plantaba unos geranios en una zona de sombra, equivocadamente, sin que nadie lo advirtiera y más allá, detrás de la cancel, se veían a veces coches y a lo lejos una montaña con una antena de comunicaciones y nubes como pequeños recuerdos de cosas que ocurrieron y que el viento arrastraba a otra parte.
Cuando Lucía salió al jardín para llamarlo a comer, lo encontró junto al hueco de los geranios haciendo algo con los dedos, algo que no podía ser un juego pero que tenía ese aire lúdico de lo que se hace en los parques y a veces en las consultas del médico cuando se espera un arrancamiento de muelas. Había un hormiguero cerca y una hilera de hormigas pasaba bajo su dedo, y él iba aplastándolas una tras otra y las hormigas no dejaban de pasar ni cambiaban su ruta, morían con un carácter resuelto, aterrador. Es hora de comer, dijo Lucía y él giró la cabeza con el dedo clavado aún en la tierra removida y la miró y se levantó, la siguió por el sendero, bajo el sol, pensando en Camus, en la rotación lenta e intransigente de todos los planetas, y entraron en la casa, hacia su humedad, donde al fondo había una mesa puesta para dos y algo que, no hacía mucho, había estado caliente en los platos. El silencio es elocuente, es fácil, los movimientos del tenedor mensajes indescifrables cargados de resonancias que se mastican y digieren, o no.
Llegaron a los postres y Lucía le entregó un melocotón verde. Él dijo que ese melocotón no estaba maduro, que estaría, seguramente, muy ácido, que no lo quería. Es lo que hay, dijo Lucía, e insistió en que él lo cogiera. Pero yo no quiero comerlo, dijo él. Es lo que hay, dijo Lucía con una resolución tan irreprochable que él no pudo hacer otra cosa que coger el melocotón, pelarlo y llevárselo a la boca, donde la pulpa y sus ácidos atravesaron cada una de sus caries, hiriéndolo. Recuerdas el día en que fuimos a buscar mis apuntes a casa de la griega, dijo ella mientras él tragaba. Habíamos caminado tantas horas juntos una y otra vez por las mismas calles en las que yo siempre procuraba seguirte a ti para poder mirarte o tú siempre procurabas seguirme a mí para poder mirarme, como si se tratara de un juego, como si cualquier cosa, hasta el más insensato silencio fuera también un juego y un pretexto para mirarnos. Recuerdas cómo subimos y la griega nos recibió en batín con su pedantería helénica tan poco clásica, la blasfema del verbo de Sócrates en una lengua ahora adaptada a las mesetas. Cómo ella hablaba y hablaba y tú me mirabas desde la ventana porque te estabas muriendo de calor, y me mirabas y yo atendía a duras penas. Teníamos entonces esa manera extraña de comunicarnos a través de todas las cosas que no eran nuestras para decirnos lo que éramos incapaces de confesarnos directamente: así que tú te apartaste de la ventana y empezaste a sudar e hiciste callar a la griega cuando te pusiste al lado del mapa de Grecia y dijiste que te encantaba la isla de Hidra, cerca de Atenas, para decirme con esa frase, secretamente, en realidad, que te morías de ganas de besarme. Ah, sí, Hidra, dijo la griega, yo tengo un libro sobre las islas, dijo y se movió hacia una mesa de donde sacó un libro donde aparecían playas en las que se había bañado y a veces fotografías inconexas de aeropuertos y barcos que nosotros mirábamos pegados, en una proximidad angustiosa y prohibida.
Era una tarde calurosa de primavera y yo necesitaba esos apuntes para estudiar un examen y la griega no dejaba de hablar sobre su vida, sobre todas las carreras que había estudiado para al final terminar como estaba: sola y aburrida. Recuerdo cómo nos mostró sus libros ordenados según cronologías y literaturas nacionales, cómo tú te aproximaste a los libros e inclinaste la cabeza y a través de los títulos que leíste en voz alta volviste a repetirme cifradamente que te morías de ganas de besarme. Cómo, después del silencio que se hizo, la griega no supo de qué manera continuar la conversación y quiso invitarnos a tomar algo, desplazándonos poco a poco como caracoles hacia una mesilla de noche donde había un retrato de un hombre que tú cogiste, tan impertinente, para preguntar: ¿Quién es este hombre?, queriendo decirme en realidad que lo que más te gustaba de mí era que no había cosas que no te gustaran de mí. Y ella no se enteraba y contestaba a todo, como si tuviéramos algún interés en algo que no fuera nosotros, y dijo que ese hombre era Jesucristo retratado por Rembrandt, a lo que tú respondiste, porque ya no podías más, que el único Jesucristo que había sido representado con el pelo corto y sin barba fue el de Pier Paolo Pasolini, como queriendo decir en verdad que la única cosa que tenía sentido allí, en ese momento, era el deseo alocado, irracional de pasar el resto de tu vida conmigo. Y la griega se quedó mirándote como pensando este está loco, pero luego se giró para corroborarlo conmigo y vio la expresión de mi cara y supo o intuyó que había algo en todo aquello que se le escapaba, a pesar de sus tesis doctorales sobre literatura portuguesa, a pesar de sus contactos con la alta poesía española, Brines o Gamoneda, que había entre nosotros algo que se le escapaba y que pasaba, submarino, por debajo de su entendimiento, y que allí, en su propia casa, tú y yo llevábamos mucho tiempo hablando a través de los objetos muertos y los mapas, y que después nos besaríamos como locos por todo el casco antiguo ante la ofensa de las ancianas y los estudiantes de filología.
Eso dijo Lucía mientras él terminaba el melocotón y recordaba lo mismo entre tantos platos sucios y vacíos y pieles descascaradas, eso dijo Lucía y se quedó callada, mirándolo, para luego añadir: lo que estoy tratando de decirte con todo esto es que me gustaría que cortaras la hiedra de una vez. Como si hubiera siempre otras frases detrás de las frases que se dicen, mensajes detrás de cada gesto y maneras de amar que pertenecen sólo al ámbito de la metáfora.
Él se levantó y recogió la mesa, asintiendo, y desde la cocina atravesó el salón y salió por la puerta otra vez de vuelta al jardín, donde el gato lo miraba desde una esquina, medio adormilado. Cogió las tijeras de podar y se acercó a la pared de ladrillos y empezó a cortar una por una la raíz de los brotes de hiedra que habían empezado a cubrir la casa. Sólo se oía el ruido de las tijeras tras cada corte, Lucía ya no estaba tras las ventanas. Él supuso que se había tumbado, que prefería dormir la siesta.
Cortó durante mucho tiempo las hiedras que habían invadido su jardín y que ya habían acabado con el limonero y casi con el roble, ahogándolos; y de vez en cuando, como si no pudiese hacer otra cosa, como si fuera imposible entrar en casa y tumbarse junto a ella y abrazarla, levantaba la vista y veía más y más nubes que pasaban, aisladas, por el cielo, nubes como pequeños recuerdos de cosas que ocurrieron y que el viento transportaba a otra parte. Luego sintió un repentino dolor de estómago, un crecimiento de la acidez y de los ruidos orgánicos, de hormigas pasando inalterables por todos lados, como si todo lo existente le estuviera hablando de las cosas que quizá ya no existían. Frases detrás de frases. De lo poco que se puede hacer, lo inútil que es todo, cuando cada nube es un recuerdo y cada recuerdo sigue siendo el deseo profundo de volver a dar un beso en una boca que quizá, en los entretantos de los geranios mal plantados y las siestas, ha vuelto a pertenecer a otro.



4 comentarios:

  1. M'ha agradat molt, realment vaig que estas seguint els passos de l'Enric, segueix així.

    Encara no he tingut la oportunitat de llegir el teu llibre, així que pugui ja et diré que tal m'ha semblat.

    Sergi Matas

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  2. hermosamente hermoso (:

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  3. You know something is happening but you don't know what it is. Do you, Mr Balcells? Ta tara ra. tupam ta tara ra
    The RhinSlumber has talked...

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