27 diciembre 2010

Anteros

A Borja Aguiló

John Cheever dijo en París Review que así empezaría uno de sus relatos: El primer día que robé en el Hospital llovía. En realidad había dejado de llover cuando eso ocurrió y lo que robé no lo robé para mí. Cogí un plato de comida de la despensa de la sección de traumatología. Me habían invitado a una fiesta y no tenía nada para llevar, así que me robé ese plato de pescado con espinas y salsa de lechuga. Luego visite a mi tía, que estaba allí hospitalizada, se había comido una puerta y las astillas le habían lacerado el esófago.
Me dijo que me sentaba bien la barba, pero que en mis ojos había una oscuridad. Yo podría haberle dicho que había tres oscuridades, y eso no hubiese sido una tontería.
Me he enamorado del doctor Borés, dijo mi tía a bocajarro. Oye, añadió cogiéndome del brazo y acercándome a sus pechugas, ¿estoy guapa?. No pude contestar. Me retiré hacia atrás y me senté en la silla. Debajo había escondido el plato de comida que llevaría a la fiesta. Me encanta el doctor Borés, querido mío, cuando habla parece que sólo dice palabras en métrica épica y todos sus gestos son sagrados, dijo, y es muy majestuoso.
Puñetera loca de mierda. Le hubiese abierto de cuajo la barriga, le hubiera cogido las entrañas y se las hubiera hecho comer.
Imaginé por un momento sus entrañas bajándole por el esófago. Ya no serían entrañas, sino extrañas. Me imaginé lagos de sangre de mi tía en los que el doctor Borés se daría chapuzones. Interrumpió mi alucinación con un gesto. Ha pasado algo muy extraño, dijo. ¿Qué ha pasado, tía? Ese olor a desinfectante me recordó una película de David Lynch en la que un bebé prematuro con forma de dinosaurio tiene granos en la cara. No lo entiendo, dijo, pero sólo me visita gente que no conozco.
¿Qué?
Sí, cada mañana viene una mujer que dice que es de la iglesia del barrio y me trae pastelitos y se sienta junto a mí y me toca la mano y me pregunta cómo está mi madre; pero mi madre está muerta, como tú sabes, creo que se ha confundido de persona. También me pregunta si puede ir al baño y cuando yo le digo que sí se pasa una hora metida en el baño. Luego por la tarde suele venir un carpintero que toma las medidas de mi cuerpo. No lo entiendo.
Tengo que irme, anuncié mientras me levantaba. Los neones me desorientaron un poco y una enfermera me guiñó el ojo. Le lancé un beso a mi tía y salí. Ahora sí que llovía en la calle. Crucé algunas avenidas y vi una paloma aplastada por un coche. Barcelona está enferma y no va a sobrevivir. La fiesta era en una planta baja con jardín, cerca del hospital. Las ambulancias daban vueltas alrededor. Al entrar me recibió la anfitriona en el vestíbulo, Andrea. Le di mi chaqueta y le enseñé el plato de comida. No hacía falta, dijo. Sí hacía falta, dije. En serio, no hacía falta que te molestaras. Sí hacía falta que me molestara. Los espejos están para romperlos. Entramos en la sala y allí había muchos escritores y poetas, también estaba el hombre del tiempo de la tele. Dejé el plato de comida sobre la mesa, junto a los demás, en el centro exacto de la mesa. Me giré y saludé a mi amigo Daniel Berzolo, que ya estaba borracho y hablaba con la estufa. Estuve mucho rato así, entre la mesa y el televisor, de pie, observando la mesa. Todos cogían comida de todos los platos, excepto del que había traído yo. Intacto, quedaba en medio sometido a miradas de reproche.
Se acercó a mí una tal Emy, que decía ser fotógrafa, y me preguntó por qué estaba tan quieto entre la mesa y el televisor. Estoy decepcionado Emy. Estoy jodidamente decepcionado, querida Emy, así que será mejor que no hablemos de mí, pero antes déjame hablarte un poco de mí. Me gustaría tener un cuerpo más flexible, muy flexible, para poder chuparme los dedos de los pies si me da la gana, pero no lo tengo, Emy; no tengo eso igual que no tengo otras cosas, pero todo empieza por no tener una primera cosa, es como en el dominó, si no tienes esa cosa el resto de cosas tampoco las tienes, aunque las tengas, Emy, no las tienes; estoy triste.
Pero no dije nada de eso. Me limité a acercarme hacia una puerta corredera que daba al patio. Andrea se acercó a mí y aproveché para preguntarle si podía enseñarme su patio. Supongo que tendrás un jardín, le dije. Sí, más o menos, dijo Andrea. ¿Cómo que más o menos?, pregunté. En realidad allí afuera está la tumba de mi padre, dijo. ¿En el patio?, dije. Eso mismo. ¿Puedo verla?
Alargó la mano y la puerta corredera se abrió y salimos al patio. Ya no llovía. El bullicio de la fiesta quedó atrás. Olía a humedad. En medio del patio había un riachuelo artificial y un pedazo cuadrado de hierba en cuyo centro había una lápida: su difunto padre.
Aquí descansa mi padre, dijo Andrea, se murió de un infarto múltiple durante una operación complicada de esófago. Se había comido una silla y no le sentó nada bien.
Me gusta que la gente entierre a los suyos en el patio. Es digno de ser celebrado. Me acerqué a la lápida y traté de leer la inscripción. La disolución de la muerte no es otra cosa que la emancipación de una turba turbulenta de átomos que se abalanza hacia otros mil movimientos inútiles. Son palabras de Lucrecio, dijo Andrea. Más o menos, añadió después de un silencio.
¿Tienes una máquina de fotos?, pregunté entonces. Ella dijo que sí y yo le pedí que la trajera. No hizo preguntas y eso estuvo bien. Entró en casa y desde allí, junto a la lápida de su padre, pude observar cómo en la mesa el plato que yo había traído seguía intacto. Nadie lo había probado. Andrea regresó. Mira, le dije, ¿puedes hacerme una foto posando junto a la tumba de tu padre? Apoyé mi mano sobre la lápida. Estábamos a oscuras. Llegaba tenue la luz desde la sala. Andrea me enfocaba con la cámara. Oye, le dije, haz la foto sin flash, por favor. Quiero que se me vea al fondo, como distraído, como espectral. No quiero ni sonreír ni estar serio, sólo tocar la lápida, sólo eso. Tocar la lápida.



2 comentarios:

  1. Extraña configuración postlowriana. Mi abuelo se comió una mecedora y tuvo un infarto. Arthur More ha sido ungido como president. Una vez me largué con Emy, la fotógrafa mientras tú recitabas cuentos como este. Daniel Berzolo me censuró al irme. El sol lamía los cuadros...

    ResponderEliminar
  2. ¿Ésta era la idea que maquinabas el otro día? Casi me podía imaginar el Hospital Clínico y el olor antiséptico.
    Pásalo bien estos últimos días en tu tierra.

    ResponderEliminar

ShareThis