09 julio 2011

Profilaxis


Un hombre gritaba en una cabina telefónica. Sus gritos se escuchaban por toda la acera. No había puesto la moneda en el aparato. No había marcado ningún número de teléfono. Gritaba porque sí.
En ese trecho estuvimos callados. Pero caminábamos juntos, apretados. Como un sobre que contiene una carta. Yo era la carta.
Sacié mis aspiraciones literarias al ver a un hombre que pasó delante de un escaparate, giró la cara y se sorprendió al ver en el reflejo del cristal que su rostro parecía, efectivamente, el de una cabra.
- Cómo te llamas -le pregunté de sopetón.
- Paula.
- ¿Y tu madre?
Pasamos frente al escaparate de una librería. Quise enseñarle mi libro. Pero eso no hubiese tenido sentido. Porque así íbamos por la calle Aragón, quizá la más larga de la ciudad: incomunicados. Nos dirigíamos hacia el extrarradio. Yo pensando en puentes. Ella cada vez más ojerosa.
Disminuyó el tamaño de las casas. La calle se estrechó. Se hizo de noche. En las afueras la vida parecía replegada sobre sí misma, incubaba una enfermedad. Alguien arrojó un cubo de agua sobre la acera.
- ¿Sabes a dónde vamos? -pregunté.
- No, te sigo a ti.
- Yo también te sigo a ti.
El juego de seguimientos hubiese continuado más allá del final de la ciudad y de la noche de no haber hablado en ese momento.
- ¿Por qué me sigues? -pregunté.
- ¿Y tú?
Los pájaros estaban en el cielo, trazaban círculos. No pensaban aterrizar.
- La verdad es que estoy haciendo tiempo -terminó por decir Paula.
Haciendo tiempo.
- Tiempo para qué.
- Tengo que ir a una cena. Es en casa de mi madre.
- ¿No quieres?
- No quiero qué.
- Ir.
- Depende.
En el origen de cualquier gran idea y de cualquier gran decisión hay siempre un paseo, pero en el nuestro no hubo ni idea ni decisión. Nos detuvimos por inercia frente a un edificio abandonado. Detrás de los cristales del escaparate aún estaban los maniquís de lo que fue una tienda de ropa arrabalera.
Entramos. Cabezas calvas cubiertas por pelucas de nylon. Muslos, vaginas frías, sin agujero. Polvo. Un maniquí tenía la piel morena. Otro estaba desarticulado y tirado por el suelo. Parecía una maceta. Paula se movió entre ellos. La seguí con la mirada. Me la imaginé deteniéndose e imitando la postura de alguna de esas figuras. Me la imaginé quedándose inmóvil durante horas. Terminaría convirtiéndose también ella en maniquí, con las muñecas y los tobillos enroscables, el torso cerámico, frío.
Luego abrirían la tienda y la vestirían con ropa para adolescentes, algo muy colorido, y la colocarían junto a la entrada, entregada al histerismo de las niñas de las rebajas que le arrancarían la ropa sin piedad, dejándola desnuda y humillada.
Pero de momento daba vueltas y curioseaba. No era una chica muy interesante.
La observaba desde una esquina, apoyado contra la pared. Ella se deslizó a través de los maniquís con la cabeza baja, mirando el suelo. Tan sólo era una roedora. En el suelo sólo había porquería. Papeles arrugados, ceniza, encajes rotos o pedazos de tela; restos.
Me había hecho una idea equivocada de ella. Estaba bordeando los maniquís cuando se detuvo a pocos metros de mí. Había visto algo. Agucé la vista yo también. Un billete de diez euros. Allí estaba, en el suelo, entre el desparpajo, la memoria disuelta de unas rebajas de otro tiempo. Se inclinó, bostezó y se llevó la mano a la boca, como para despistarme, y recogió el billete creyendo que yo no lo había visto y se lo guardó en el bolso. Luego se enderezó, se arregló la falda.
He aquí una persona a la que valdría la pena violar.
Decidí marcharme. Di dos pasos y entonces me detuve. Ella, Paula, se había quedado quieta junto al escaparate. Sus brazos y sus piernas habían adoptado una extraña postura. Firmes, sin la naturalidad de la respiración. Estaba imitando a los maniquís que la rodeaban, espontáneamente, como un sueño polucionado y pecaminoso. Me gustó, fue un signo de particularidad. Y se reía. Le hacía gracia todo eso, la situación, nuestro silencio, el viaje sin sentido.
Me acerqué y también me reí, acompañándola. Ella calló. Cambió de postura y volvió a reírse. La acompañé de nuevo en su humorismo con mi risa. Pero no. No había nada que hacer. Ella no reía conmigo. Su risa también había quedado aislada. Salía de su boca para entrar en sus orejas. Escultural, firme, con todos sus miembros bien sostenidos. No esperaba compartirse con nadie. Formaba parte de esa clase de gente que está decidida a ser ella misma, pase lo que pase, aunque dé vergüenza. Y yo era el espectador, en el fondo era esa clase de personas que creen que llevan la batuta cuando sólo están dando golpecitos en la mesa, esperando a que alguien traiga por fin la comida.



8 comentarios:

  1. tú eres el papel y yo yo soy la pluma,pronto recibirás de mi mano una...carta de amor...
    compay

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  2. agotadora la búsqueda de complicidad en ojos ajenos...

    demasiado para esta anónima que hoy visitó tu blog por casualidad.

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  3. Hola! He estado de viaje y acabo de volver. Sí, es agotador. He aprendido una cosa: no hay nada más insufrible que la gente sobria: nunca sabes por dónde te van a salir.

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  4. Uf, a mí la gente sobria (tanto como la ebria) me parece, por lo general, jodidamente predecible.

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  5. En realidad tienes razón. La afirmación anterior la leí en un libro de Martin Amis. Me hizo gracia. La dice, claro, un alcohólico.

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  6. Buen escrito. ¡Has vuelto a clavarla!

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  7. Soy una chica que te lee y que alguna vez (muy pocas, uno o dos) te comenta, pero no te diré cuál de todas las anónimas soy (va, a ver si lo adivinas).Te escribo porque me apetece que te acuerdes de mi aunque no sepas quién soy ni cómo me llamo (soy así,no suelo pensar mucho pero me gusta que me piensen y , a veces, ser gramaticalmente incorrecta),así podrás imaginarme cómo más te guste o no imaginarme.

    Me ha gustado la historia y me gustaría comentarte lo que me ha inspirado pero me veo incapaz porque la música de lata típicamente veraniega que pone mi vecina a un volumen excesivo hace que mis neuronas choquen y reboten unas con otras al ritmo de la base machacona. Me impide pensar con claridad.Pero estoy demasiada cansada como para hacer algo o escribir.

    Trato de recordar cómo sonaba la voz de Courtney Love en esa canción.No sé por qué.

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